Ojo enamorado

Ojo enamorado
En tu mirada

viernes, 20 de abril de 2018

PODEROSO ARCÁNGEL



SANTA INDIGNACIÓN

 “¿O piensas que no puedo yo rogar a mi Padre, que pondría
 al punto a mi disposición más de doce legiones de ángeles?”
Mateo 25, 53

Por Ernesto de la Fuente

El capitán Darío Ferguen, jefe del Departamento de Investigación Criminal, baja a la morgue para hablar con el doctor Mosteiro. Está harto de las llamadas del alcalde, del gobernador y hasta del secretario de gobierno. Presionan para que aclare la cuestión de los sesenta y seis masacrados de La Cordunza, un violento barrio pero no hasta ese extremo de la gran ciudad. La prensa también está presionándolo, buscando la exclusividad de la inédita nota roja para alimentar el morbo enfermizo de sus ávidos lectores.
Parvada de desgraciados. Se alimentan de excremento social gruñe hastiado en tanto el elevador va llevándolo lentamente a su destino.
La morgue es un caos. Personal en bata entra y sale llevando muestras y trayendo resultados de los laboratorios, ubicados en el piso superior. Nadie se percata de su presencia. Sin inmutarse no está para susceptibilidadesentra a la oficina del encargado y lo encuentra con los teléfonos sonando en tanto lidia con tres médicos.
¡Mosteiro! ¿Qué demonios pasa con tu reporte? ¿Por qué no lo has entregado? Tengo a medio mundo fastidiándome y tú aquí jugando a los debates con tus colegas.
La abrupta entrada de Ferguen tiene el impacto deseado. Se hace el silencio y el veterano galeno indica a los demás que los dejen solos. Grita a su secretaria que corte las llamadas. La gente obedece, saben del mal carácter del jefe. Cuando quedan silenciosamente solos, el forense se deja caer en la silla y explica:
Esto es un desastre Darío. No veo ni pies ni cabeza a la investigación…
¿De qué carajos hablas? ¿Tan difícil es decir las causas de muerte de sesenta y seis malnacidos? ¿No encontraste suficientes evidencias? ¡Es una maldita masacre! Tengo todo el avispero oficial atosigándome en busca de explicaciones y no les puedo decir nada porque tú no has acabado de jugar al doctorcito. ¡Cabrón! ¡Quiero resultados, no que me maquilles los cadáveres para las fotos!
El doctor Mosteiro lo mira fijamente. Le molesta la tremenda grosería de su jefe y amigo, pero no le queda de otra que aceptar sin chistar sus reclamos. Él tampoco está satisfecho.
¿Quieres resultados? Bueno te diré lo que tengo: Sesenta y seis hombres muertos, certeramente asesinados. No hay balas. Se usó algo que debería llamarse “arma blanca”, pero nunca habíamos visto algo semejante duda, pero ante la inquisitiva mirada de su jefe prosigue. Suponemos que es una especie de espada… pero no estamos seguros.
¡No frieguen! ¿Qué los hace dudar? ¡Explícame!
Una cosa es el arma, el instrumento homicida, y otra la forma en que se usa. No comprendemos cómo una espada seccionó en dos los cuerpos, cortando la caja torácica como si fuera mantequilla, atravesándoles el corazón de lado a lado, partiendo en dos todas las cabezas… y todo en un solo corte. ¿Comprendes? El culpable de la masacre acabó con cada uno de esos hombres efectuando un solo golpe. Tanta fuerza y precisión son extraordinarias.
¿Estás hablando de un solo culpable? ¿Estás bromeando? Debieron ser como cien los involucrados en la matanza…
No capitán, toda la evidencia señala que fue la misma persona la que usó un solo instrumento para destazar, en fracciones de segundo, a todos y cada uno de esos malandros. No hubo mayor respuesta de las víctimas. Todo indica que murieron casi al mismo tiempo…
Darío Ferguen miró a Mosteiro sin creerle.
¿Estás idiota? ¿Cómo puedes afirmarlo? Eso no puede ser.
Darío, yo tampoco lo creía, pero la evidencia está ahí, muy clara, verificada completamente, en la escena del crimen y en los sesenta y seis cuerpos, por todos y cada uno de los médicos que trabajamos aquí.
¿Cómo demonios pudo ocurrir? ¡Está de locos!
No tengo ni la más remota idea… Estamos anonadados por los hechos. Va más allá de nuestra competencia científica hace una pausa y concluye para zafarse del embrollo: Yo te diría que intentes interrogar a la víctima, testigo, sospechoso y presunto culpable, o lo que sea ese hombre. Está en la jaula preventiva. Tal vez tú si le logres sacar la verdad.

La puerta se abre y el policía de guardia da un respingo al ver entrar a las solitarias cárceles al jefe del Departamento de Investigación Criminal, quien se encamina presuroso al área donde se encuentran los presos especiales. Ahí, en la última celda, está Miguel Kuzil, la única persona hallada con vida en medio de la carnicería de La Cordunza. El policía corre detrás de su jefe para abrirle. Sin mediar palabra, mete la llave y franquea el paso a un exaltado Ferguen, quien encarando al detenido le espeta:
Mira, sé que te han interrogado varias veces y que respondes con largos silencios. ¡No puede seguir así! ¡Requiero que me digas qué fue lo que realmente pasó en La Cordunza! ¡Si no hablas por las buenas, veré que hables por las malas! ¿Entiendes?
El hombre lo mira con suspicacia y contesta con hosquedad:
—¿Está dispuesto a aceptar la verdad cualquiera que esta sea?
—¡Claro! ¡Estoy harto de este embrollo!
—Siéntese por favor, se lo explicaré lo mejor que pueda…
Ferguen obedece, respirando hondo, deseando que la pesadilla acabe.
—Todo comenzó con mi nombre…
—Te llamas Miguel ¿no?
—Sí, precisamente, ahí dio inicio todo. Mi madre, al nacer, me puso bajo la protección del santo en cuyo honor me llamo. ¿Lo conoce?
—No veo la relación con toda esta situación.
—No la comprenderá si no advierte que me llamó Miguel por el príncipe de las milicias celestiales, a quien, como le dije, mi madre me encomendó cuando nací.
—¿San Miguel Arcángel? ¿El que sale blandiendo una espada en tanto pisotea al demonio?
—Sí, el mismo. ¿Va entendiendo?
—No muy bien, pero la espada parece darme un indicio…
Miguel ignora el comentario y prosigue su historia:
—Siempre fui muy miedoso de niño. Mi padre era un hombre fornido y yo era todo lo contrario: un niño delicado, más parecido a mi madre. Por eso ella me enseñó, desde pequeño, a invocar la protección de mi Santo Patrono.
Darío lo mira fijamente. Investigaron al testigo-sospechoso y no encontraron nada inusual en él: Maestro de literatura en una escuela de Educación Media Superior, no practica ningún deporte, no tiene cuerpo atlético, conocimientos de artes de defensa personal, ni mucho menos de esgrima. Soltero y con el pasatiempos de dar largas caminatas por la ciudad, algo que bien podría explicar su presencia en La Cordunza.
—¿Y qué tiene que ver San Miguel Arcángel con todo esto?
—¡Todo! — exclama jubiloso el detenido—. Él me defendió.
El funcionario lo observa tratando de dilucidar si debe requerir la presencia de un psiquiatra para evaluar al detenido, pero opta por seguirle el juego y dejarlo hablar.
—Si fue como dices… ¿Cómo lograste que tu protector se materialice? Tengo entendido que es un ser espiritual, no tiene cuerpo como nosotros...
—Gracias a mi madre. Ella me enseñó una poderosa oración para lograr su intercesión.
Ferguen considera irse, pero recuerda la descripción de los cuerpos tasajeados realizada por el doctor Mosteiro y se contiene. Debe tener paciencia. Hasta las mayores fantasías están cubiertas con algo de verdad. Con ánimo sereno dice:
—Por favor, cuéntame con detalle lo que aconteció…

El viernes el niño llega a casa con la ropa destrozada, sucia, y el labio roto y sangrando. Está muy triste pero no llora. Sabe esconder su dolor y frustración. La madre se angustia, el padre seguramente se enojará. Nunca ha podido comprender cómo él, un hombre fuerte, ha tenido un hijo tan enclenque. La mujer limpia el rostro de su hijo, hace que se cambie de ropa y lo llena de mimos. Después van al cuarto de su progenitora donde le muestra el hermoso cuadro que cuelga junto a su cama. La imagen de un ser alado, blandiendo una enorme espada y pisando a un horroroso demonio envuelto en llamas, lo mira desde arriba.
—Él es San Miguel Arcángel, tu santo patrono. Es el general de los ejércitos celestiales, quien dirige las huestes benditas que alaban a Dios. A él vas a invocar siempre que estés en peligro y ten por seguro que te librará de todo mal. Por eso llevas su nombre.
El niño mira el cuadro con cierta esperanza, pero después recuerda lo que le ha enseñado su maestro de historia en la escuela: Dios y los ángeles son frutos de la fantasía humana. Su madre descubre la incredulidad en su mirada y enfatiza:
—San Miguel sólo puede ayudarte si tienes fe. Debes creer en él o no conseguirás nunca su protección.
El chiquito no dice nada. Mira desconcertado al ángel guerrero. La mamá lo lleva hasta su ropero, lo abre y toma una caja de madera. Ahí, de un ajado sobre, extrae un papel amarillento, muy arrugado, y se lo muestra al niño. Miguelito lee sorprendido lo que dice el añejo documento escrito con elegante y dibujada letra.
—Apréndetela de memoria hijo. Te aseguro que si la rezas con verdadera devoción, nada malo podrá ocurrirte.
El niño abre los ojos y lee, una y otra, vez aquellas sacrosantas palabras que lo librarán de los golpes y burlas de los niños mayores.

El lunes, Miguelito prueba el poder resolutivo de aquella oración. Al salir de clases la recita en silencio, repetidas veces, en tanto camina presuroso a casa. Una cuadra después, se da cuenta que alguien lo sigue. Tiembla al ver que es Pipo, el matón de sexto grado, alguien que ha repetido tantas veces el curso escolar que es prácticamente un adolescente. ¿Servirá de algo su oración? Pipo camina detrás pero no se aproxima. Minutos después, la banda de los seis acosadores se acerca. Ahí está Mauricio, el que le pegó el viernes. Miguelito tiembla pensando en la nueva paliza que recibirá, pero cuando sus perseguidores están alcanzándolo, un chiflido se escucha y los atacantes se detienen, lo que aprovecha Pipo para tundirlos a golpes. Asustados, corren huyendo de la paliza. Desde ese día, Pipo lo escolta y nadie vuelve a molestarlo.
Miguelito está feliz. La oración ha dado resultado, aunque también observa extrañado que Pipo comienza a visitar su casa todos los sábados por la tarde y conversa con su padre, quien parece estar enseñándolo a boxear. Hasta se queda a cenar algunas veces y lo trata con serena indiferencia.
Con el paso de los años Miguel va olvidando la oración y perdiendo poco a poco la fe. Hasta que un día, 27 años después, en una de sus andanzas diarias por la ciudad, caminando por un parque, es testigo involuntario de una venta clandestina a gran escala. Ahí, rodeado por quienes no lo quieren de testigo, recita con desesperación extrema aquella antigua oración materna…

Darío Ferguen mueve la cabeza desconcertado. Es la historia más increíble que ha escuchado en toda su larga vida. Tan irreal que de sólo pensarlo duda de su cordura. ¿Una oración que invoca a un ángel para que aparezca y acabe con todos aquellos que desean hacerle mal al devoto? Inverosímil. El tipo está desquiciado y debe existir una explicación racional a todo aquello. Tal vez que un padre le pagó a un matón para que protegiera de por vida a su hijo. No, tampoco puede ser. Aquel hombre no tiene padres, murieron en un accidente muchos años atrás. Entonces: ¿una sociedad secreta de fornidos espadachines? Mientras más vueltas les da a los acontecimientos, más absurdos le parecen. Derrotado, llama al doctor Mosteiro a su oficina.   
—¿Qué pusiste al fin en el maldito informe? — pregunta sin ánimos de discutir.
—Algo impreciso, como pediste: La causa de muerte fueron heridas por armas blancas indeterminadas. No entré en detalles. Que saquen las conclusiones que les dé la gana. Tal vez hubo una convención secreta de ninjas en la ciudad y realizaron algún ritual de iniciación ¿No?
Darío sonríe amargamente y relee el boletín oficial que mandó a sus superiores y a la prensa. La explicación de que fue una venta de estupefacientes interrumpida por un nuevo Cartel de drogas fue brillante, aunque no justificase que nadie se llevara las dos toneladas que quedaron intactas en el camión. Así como tampoco tenía lógica la presencia de un testigo, Kuzil, de quien la policía negó tener conocimiento de su existencia.
—¿Qué hiciste con el sospechoso-culpable? — inquiere el forense.
—Lo mandé literalmente a tiznar a su madre…
—¿Y cómo es eso?
—Regresó al pueblito de donde era su mamá. Tiene terminantemente prohibido regresar, so pena de rajársela toda.
—¿Y aceptó sin chistar?
—Claro, parece que iniciará una nueva vida enfocada en lo espiritual.
Mosteiro ríe de buena gana.
—No te atreverías a tocarlo si vuelve, ¿verdad?
El curtido policía esboza una media sonrisa y mueve la cabeza.
—¡Ni de chiste! … Pero algo le tenía que decir para que se fuera...
—Estoy de acuerdo contigo, es mejor no tenerlo por aquí.
Se levanta. Estando por irse, recuerda algo y comenta:
—¿Te quedaste con la evidencia?
Por toda respuesta, Ferguen saca del cajón de su escritorio un papel —de los utilizados en las entrevistas con los sospechosos—, lo abre y los dos hombres leen lo que está escrito, guardando un silencio cómplice que dice muchas cosas y a la vez no dice nada.

Oración a San Miguel Arcángel en Jueves Santo.
   Glorioso príncipe de las milicias celestiales, servidor fiel y obediente del Dios trino y uno, arcángel que prefirió servir a Dios antes que caer en la soberbia de los demonios.
   Tú que la noche sagrada del Jueves Santo esperabas con las doce legiones de ángeles las órdenes de Dios Padre para intervenir, y que miraste profundamente consternado cómo era apresado como un vil malhechor el Hijo de tu Señor, amarrado, insultado, escupido, burlado, golpeado y torturado, y que a pesar de tu santa indignación obedeciste silenciosamente la orden de no intervenir.
   En este día y en este momento, te suplico que redimas el dolor que padeciste por esos agravios y lo descargues en aquellos que desean hacerle mal a este humilde devoto tuyo. Da libertad a tu espada para evita que el mal me haga daño. Amén.




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