Ojo enamorado

Ojo enamorado
En tu mirada

viernes, 30 de marzo de 2018

GATO INOLVIDABLE


                                                                                                       Para mi hija con todo amor

REGRESO

Por Ernesto de la Fuente

— ¡Abuelo! ¡Abuelo! ¡Hay un gato en el jardín maullando para que le abran la puerta!
El anciano se levanta con dificultad ante los requerimientos de su nieto. Hace años que no hay mascotas en la casa, debido a los constantes viajes que realiza. Se acerca y observa al animalito que chilla zalameramente requiriendo pronta atención. Es negro, de ojos verde amarillentos y muy buen porte.
—Debe ser de algún vecino —dictamina tratando de explicar su presencia—. Ábrele.
El gato entra como bólido y se dirige sin tardanza a la cocina. Parece conocer muy bien la casa. Sus maullidos se acrecientan. Se acerca al abuelo restregándose amistosamente en sus piernas. Un ronroneo persistente se escucha. El hombre abre el refrigerador y saca un par de rebanadas de jamón para dárselas. La alegría del felino es evidente y devora la comida con singular deleite.
— ¿De dónde habrá venido? —Cuestiona el niño—. Es muy dócil y amigable.
El viejo lo examina con detenimiento. Hay algo en él que llama su atención.
— Conozco a este gato negro —asegura con firmeza en tanto frunce el ceño denotando gran sorpresa—. Pero no puede ser…
En eso llega su hija, la tía del niño, quien mira al micifuz en tanto se relame los bigotes satisfecho, y exclama sorprendida:
— ¡Es igualito a Tomasito!
— ¿Quién es Tomasito? —pregunta extrañado el niño.
El pensativo anciano contesta:
— Un gato que tuvimos hace muchos años y que un buen día se fue y nunca regresó. Yo dije que murió, pero tu tía consideró que simplemente estaba desaparecido.
— ¿Desaparecido? —cuestiona extrañado el chiquillo.
El abuelo acaricia su cabeza explicándole:
— Es un término que se usa en las guerras, cuando un soldado participa en una batalla y nunca se vuelve a saber de él. No regresa y tampoco se encuentra su cadáver…
Contemplan al minino que ha comenzado a lavarse la cara con ayuda de su pata delantera y los mira de reojo. Después, como siguiendo una rutina establecida, busca una silla en el comedor y sube para acostarse. Parece estar tomando posesión de la casa que abandonó hace mucho tiempo.
— ¡No puede ser! —Sentencia el hombre—. Tomasito se fue hace 20 años. Ningún gato vive tanto tiempo.
El animal lo voltea a ver como si supiera que está hablando de él y lanza un maullido contestatario. Los tres lo observan con asombro.


— ¡Tía! ¡Tía! ¡Tía! ¡El abuelo no despierta!
La mujer corre a ver a su padre quien yace sentado en su silla favorita, con la cabeza ladeada, como si viera algo en el jardín. Intenta hacerlo reaccionar pero es inútil. El hombre se ha marchado dejando abandonado su estorboso cuerpo. Un viejo amigo ha venido a buscarlo y no ha podido negarse a acompañarlo. En tanto las lágrimas cubren el rostro de la hija, un maullido se escucha a lo lejos: Los gatos siempre regresan por sus amos.



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FOBIAS GENÉTICAS

SIN CERVEZA                                            

Por Ernesto de la Fuente

Acaba de ver un interesante capítulo de Viaje a las Estrellas, en donde el Señor Spock salva la nave Enterprise de un capitán colérico, loco y lujurioso. Está por comenzar a retomar la lectura del libro “Corazón: Diario de un niño”, de Edmundo de Amicis, cuando su madre lo llama. Es mediodía y su padre ha llegado con sed. Le da una jarra amarilla, dinero, y le dice que vaya a la cantina “La Negrita”, a la vuelta de la casa, frente a “El Motor eléctrico”, a comprar cerveza de barril.
Anda, no tardes, que tu papá ya quiere comer.
Sale y pone la trampa de la puerta para abrirla sin utilizar llave. Es una varita de metal que se empuja y por medio de un gancho abre la cerradura. En tanto camina bajo el sol se pregunta por qué lo han designado a él para realizar tan infausta tarea. Tiene dos hermanos mayores que no tiene idea en dónde pueden estar. El sólo tiene diez años y nunca, jamás, ha entrado a una cantina. Llega a la puerta del lugar y escucha el ruido, las conversaciones estentóreas, las risas, las burlas, la música de mala muerte. Sólo es empujar la mampara verde y entrar. Preguntarle a alguien por la cerveza de barril y para que llenen la jarra amarilla. Luego pagar e irse. Parece sencillo, pero algo no le permite hacerlo. Está petrificado agarrando la jarra, aterrado al pensar que debe entrar al lugar donde la gente sale cayéndose, diciendo leperadas y comportándose como payasos mal pagados.
No, no puede hacerlo. Imposible. Nadie se lo ha explicado, no lo sabe, pero lleva en la sangre el gen de su abuelo paterno que detestaba la cerveza y, peor aún, a los borrachos. Un abuelo que era el único, entre varios hombres, que no tomaba ni perdía la compostura ante el alcohol, que lo detestaba con todas las fibras de su ser. ¿Quién iba a decir que el más pequeño de sus nietos heredaría su fobia?
Al final, aterrado, regresa a casa y dice a su madre, en tanto le da la jarra amarilla vacía:
— No tienen cerveza de barril, se les agotó.
Su madre, amplia conocedora de sus siete críos, lo mira traspasando sus pupilas y le dice a quemarropa:
— ¿No hay peces en el mar? ¿No había cerveza o no la pediste?
El mutismo de su hijo, en una cara enmarcada por el pánico, le da la respuesta. Suspira resignada y enfrenta el mal humor de su cónyuge. No, no hay cerveza de barril, el negro Wacho no la surtió porque don Valentín Alonso, el cantinero, no se dio cuenta de que ya estaban vacíos los barriles. Sutil excusa que tuvo que tragar con su comida el padre, enfurruñado por tener un hijo que es copia al carbón de su padre, con todo y fobia.
Esa noche, arrullado por los frescos brazos de la hamaca, el niño da gracias a Dios y a todos sus angelitos porque no tuvo que entrar al infierno. Pobrecito, no sabe que 44 años después lo tendrá que hacer nuevamente para pelearse, rabiosamente, con los inmundos meseros incapaces de dar una mísera botana. No obstante, esa será la nueva fobia que heredará a su hijo.
— “¡Qué más!, cosas de la herencia y de las putas fobias” — concluye con resignación.




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viernes, 9 de marzo de 2018

BIBLIOTECA DE ARENA


Martes 21 de febrero - jueves 8 de marzo de 2018.

BIBLIOPOTAMORREA

Por Ernesto de la Fuente

El paso del tiempo lleva a José Luis a la edad en la que ya no desea seguir trabajando. Opta por solicitar la jubilación. Y lo que antes le hacía falta ahora le sobra a mares. Ante la enorme existencia de tiempo libre, decide cultivar sus aficiones: Diariamente visita una biblioteca para leer, y una vez al mes acude a la librería “Katzenleser” a comprar algún libro que satisfaga su curiosidad literaria. Pero no es suficiente, por lo que toma la decisión de participar en un taller literario.
Aquello le sirve de mucho, ya que durante toda su vida ha cultivado el gusto por escribir. Además, consigue algunos amigos que, como él, disponen de tiempo, ganas de leer y gusto por escribir. Entre esas nuevas amistades tropieza con Rodolfo, un hombre cercano a su edad, de caminar pausado, al que la empresa ha pensionado pese a su renuencia. Aquel nuevo amigo gusta de las letras, la buena lectura, escribir algo de vez en cuando y tiene la costumbre de frecuentar la misma librería.
Nace así una sólida amistad basada en conversaciones literarias, intercambio de libros, comentarios de sus breves escritos, una que otra novedad, y un ingesta moderada de brebajes calientes, hechos con selectas infusiones de hojas aromáticas, para acompañar las charlas. Una vez por semana, los viernes, los amigos se encuentran en una cafetería para pasar la mañana en amena plática. Disponen de seis días para llenarse de lecturas, escribir algún cuentecillo, y crear anécdotas literarias que contarse mutuamente. Sobra decir que esperan con ansias ese día para deleitarse con los gratos encuentros.
El intercambio de libros afianza la compartición de vivencias literarias y la amistad se acrecienta, haciéndose más profunda y sincera. Ambos se alegran la vida y palian así las desdichas de la vejez, las enfermedades y la cruel soledad. Autores van y vienen narrando sus historias ante los ojos de los buenos amigos: Borges, Joyce, Cortázar, Hemingway, García Márquez, Faulkner, Vargas Llosa, Camus, Piglia, Bulgákov, Bolaño, Canetti… Siempre hay un nuevo escritor por conocer en el gran universo literario.
Rodolfo da en préstamo a José Luis un libro de cuentos del guatemalteco Rey Rosa. Ha comprado el libro en oferta y quiere que su amigo sea el primero en leerlo. José Luis acepta la deferencia y lee con detenimiento las historias, algunas muy buenas, pero otras demasiado predecibles y convencionales. En la siguiente reunión aquel libro es motivo de discusión, análisis y comentarios. Un día después, Rodolfo va a “Katzenleser” y se encuentra con cuatro novelas cortas, del mismo autor, publicadas en un solo libro. No adquiere el sugestivo hallazgo porque ve otros libros que le resultan más interesantes y que se llevan su exiguo presupuesto.
El viernes comenta el descubrimiento con José Luis, quien muestra interés y se compromete a comprar el libro para compartirlo después. Acude a la librería pero no puede encontrarlo. Un amable dependiente intenta infructuosamente dar con él, verifica en la estantería y posteriormente en los registros bibliográficos computacionales, para certificarle que no queda ningún ejemplar del libro. José Luis se retira compungido, con el ánimo por los suelos, ante el bocado literario perdido.
En el nuevo encuentro le informa a su amigo del fracaso de sus pesquisas.
— Es extraño —comenta Rodolfo— Habían varios ejemplares y no considero que en tan corto tiempo se hayan podido vender todos.
— ¿En qué lugar de la librería estaban? ¿En el librero de autores latinoamericanos? —cuestiona su amigo.
— No exactamente. Junto a ese librero hay una computadora de consulta. En el librero que sigue, abajo, a mano derecha— detalla Rodolfo.
— ¿No están ahí los libros de administración? — inquiere José Luis.
— Hay una zona libre antes, donde han puesto libros rezagados.
Cualquiera que escuche la plática pensaría que hablan de un lugar imaginario, pero lo sorprendente del caso es que ambos conocen a la perfección la librería “Katzenleser”, a la que acuden con singular asiduidad.
El siguiente viernes los dos amigos celebran el regreso de José Luis a la librería y el hallazgo del libro que buscó en vano la semana anterior. Les maravilla que ni los mismos empleados conocieran sus propias existencias bibliográficas.
— Debe ser un error —conjetura Rodolfo—. Es una librería seria y de prestigio.
— No creo —intuye José Luis—. Podría ser algo más…
— ¿A qué te refieres? — indaga sorprendido su compañero de tertulias.
José Luis pierde su mirada en el vacío y juega con la cucharilla del té. Algo le ronda la cabeza.
— Tal vez hemos descubierto una “Biblioteca de Arena”, no muy diferente al “Libro de arena” que descubrió Borges.
El silencio se hace presente entre ellos.
— ¿Estás hablando de una especie de bucle espacio-temporal que permite la existencia de libros aparentemente inexistentes en una librería? —sonsaca Rodolfo.
La risa estalla en la mesa y los amigos se miran divertidos. Innegable: Borges era genial. No obstante sus risas, sus visitas a “Katzenleser” se hacen más frecuentes. Compiten por hallar libros inencontrables, cuya existencia los empleados desconocen debido a que no están registrados en sus catálogos, ni ubicados en donde deberían estar según la clasificación por temas que el negocio utiliza.
El divertimento alcanza categoría de deporte cuando José Luis localiza “El maestro y Margarita” de Bulgákov, libro que según los dependientes no tienen en la librería. Aquello es una apoteosis literaria.
En la reunión semanal comentan jubilosos lo extraño de aquellos desconcertantes hallazgos bibliográficos.
— Hemos encontrado el santo grial de los bibliófilos. Una librería que contiene todo libro que se busque con sincero corazón —sentencia Rodolfo.
— Debe existir alguna clave, puede ser que ciertos días y a determinadas horas se abre un portal dimensional que permite la entrada a nuestra realidad de aquellos libros ansiosamente buscados por los coleccionistas expertos —prosigue José Luis.
— Es una librería prodigiosa. Es como un río de libros que fluye en el espacio tiempo bibliográfico. Una bibliopotamorrea —concluye Rodolfo.
Las horas pasan volando en tanto realizan elucubraciones literarias de aquellos enigmáticos y maravillosos sucesos. Ya no pueden hablar de otra cosa en tanto escriben un plan de acción para ir constatando sus notables hallazgos.


Julio, el gerente, mira nervioso a Jorge Luis, el dueño de la librería. La visita constante de aquellos ancianos lo está poniendo muy nervioso.
— ¿Está seguro de que no son peligrosos? — pregunta angustiado.
— Para nada — responde divertido el empresario—. Solamente son dos viejos que en las postrimerías de sus vidas están tratando de encontrar un nuevo sentido a su existencia. ¿Ya dieron con el nuevo libro que escondimos?
— En eso están — dice Mijaíl, el empleado de piso que todos los viernes, sin ser notado, toma café en el mismo lugar que los dos longevos amigos —. No creo que tarden mucho en encontrarlo…




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