Ojo enamorado

Ojo enamorado
En tu mirada

miércoles, 17 de enero de 2018

REGALO DE REYES 2018

PEDAZO DE ROSCA
A mi esposa.

Por Ernesto de la Fuente

Hasta la muerte requiere papeles. ¿Quién lo diría? La vida es para ellos un remanso de paz. Tantos años invertidos en hacer crecer a una familia para ver sus frutos irse lejos. Su hija Margot, casada con un italiano, vive en Kazajistán, a cinco días de viaje, con un par de gemelos aún pequeños. Sauer, su orgullo, su varón que estudió para Chef en Francia, se casó con una colega coreana y está en Japón con dos hermosos hijos adolescentes. Maravillosos hijos, pero lejos, muy lejos de su familia nuclear.
Han dado todo por ellos. Veinte años atrás, vendieron la casa de sus sueños para apoyarlos económicamente y se fueron a vivir a un departamentito a otra ciudad más tranquila y bella, pero desconocida para ellos. Ahora se quedaron solos, Liebe y él, y aunque no se lamentan, tampoco alardean de una soledad que les pesa cuando ambos han superado las ocho décadas. Pero ¿a quién quejarse? Educaron a los niños para ser libres, independientes y felices, y eso precisamente hicieron con sus vidas. Ellos son simplemente unos ancianos cada vez más estorbosos. No obstante, el bello carácter de su esposa le ha hecho posible sortear los inconvenientes de la vida. Eso y sus hermosos ojos verde claro.
No hay problemas, angustia y pena que no se diluyan ante esa mirada. El cuerpo no es el de antes, las arrugas llenan su rostro, la carne ha perdido tono y elasticidad, pero sus ojos, sus bellos ojos, jamás pierden la chispa que incendia su alma. Por eso la ama con profunda pasión y soporta los males que la edad trae consigo a los viejos cuerpos. Bien escribió Bécquer: “Por una mirada un mundo…”
La relativa paz se rompe definitivamente el 23 de diciembre cuando Liebe manifiesta un agudo dolor en el pecho y se desmaya. No hay más opción que llevarla a Urgencias al Hospital de los Trabajadores, al que tienen derecho por haber dejado su vida laborando para el Estado por más de 40 años. El ingreso es relativamente rápido, ya que cuenta con la identificación de afiliados que conlleva la prestación de los servicios sanitarios. Eso será lo único sencillo.
Los minutos se convierten en horas y la información simplemente no fluye. Nadie sabe nada, tampoco pueden informarle. La desesperación comienza a consumirlo: ¿Cómo está ella? ¿Qué problema de salud tiene? ¿Qué medicamentos requiere para curarse? El vacío absoluto. Cansado, sale un momento en busca de algo para comer, ya que ha pasado más de diez horas. Cuando regresa y pregunta por enésima vez, una malencarada dependiente le informa que el doctor preguntó por los parientes de la paciente, y cómo no había nadie presente no se realizaron unos análisis que se requerían. Impotente y furioso, no sabe qué hacer ya que sus quejas se estrellan ante la apatía e indiferencia de los custodios. Confundido, entiende que, para ellos, la culpa y responsabilidad de todo será siempre de él y de nadie más.
La Navidad es una simple repetición de la ausencia de novedades. En tanto, se entretiene escuchando a los demás pacientes para amortiguar su desencanto. Tiene que reconocerlo, algunas historias son mucho peor que la suya. El sufrimiento no se reparte con equidad y la frustración tampoco. Falso consuelo en un mar de incertidumbres.
Finalmente, a las once de la noche del 25 de diciembre, un médico se digna a explicarle, en menos de tres minutos, que su esposa está muy grave y requiere de una costosa válvula para regular alguna función interna, que no comprende, entre los pulmones y el corazón. Antes de que pueda preguntar, lo conmina a esperar, porque la válvula tardará algunos días en llegar y no hay otra cosa que hacer más que monitorear sus signos vitales y darle un sedante para mantenerla tranquila y que no empeore su condición. Eso es todo.
Por si aquellos problemas no fueran suficientes, olvidó llevar el teléfono celular que le compraron sus hijos y nos les ha podido anunciar los pormenores del sufrimiento materno. Tampoco se atreve a irse por miedo a que nuevamente requirieran su presencia al momento de su ausencia. ¿Qué hacer?
Desde un teléfono público llama a Rosario, su vecina, para que entre a la casa y conteste las llamadas de sus hijos. Pide que les deje muy en claro que no deben venir, ya que eso implicaría muchos problemas para sus vástagos y sus familias. Menudo asunto, piensa, ahogándose en problemas y sin poder pedir ayuda a quienes por años apoyó siempre.
Un día después, le informan que pasarán a su esposa a una cama en el hospital. Eso le permitirá verla. Aquella noticia le alegra el alma, piensa que la situación mejorará para él, pero lamentablemente será todo lo contrario. Ponen a su esposa en un pabellón con otros cinco pacientes. Sólo están separados por simples cortinas, pero eso no es la peor. Junto a cada cama hay una silla de reducidas dimensiones para que un familiar utilice. Al principio lo considera una cortesía. Está tan dichoso de poder ver a Liebe, que no se fija en las minucias del asunto. Ella se ve fatal: los ojos hundidos, la piel reseca y fláccida, el pelo enmarañado. Es una triste caricatura de lo que fue. Tiene puesto suero, no la han alimentado en días. No sabe si porque no se ha podido o porque no ha querido hacer. Dedica un buen tiempo en acicalarla: la peina, le limpia la cara con delicadeza, asea su cuerpo con sumo cuidado. Trata de que sea nuevamente ella, al menos externamente.
Tarde se da cuenta de que las enfermeras que deben atender el pabellón únicamente se limitan a dirigir orquesta. Los familiares son quienes deben hacer todo por sus enfermos, desde ver que hagan sus necesidades fisiológicas, hasta bañarlos, cambiarles de ropa y, el colmo, darles sus medicamentos. La situación es mucho peor. Por la noche, los familiares tienen que ver cómo arreglárselas para dormir en la silla. Arte de acróbatas es, por lo que la mayoría termina en el piso sobre de una cobija. Por supuesto que la mala noche está asegurada y sí el familiar no toma medidas, acabará convirtiéndose en segundo enfermo.
Al amanecer del día siguiente, se ausenta unos momentos para ir al baño y a buscar comida; cuando regresa recibe severa reprimenda de las enfermeras: ¿Quién cree que verá por su esposa si él no está? Se muerde la lengua para no gritarles: ¡Ustedes! Sabe que no debe ni puede ganarse su encono, porque la que pagará todo será su amada. Baja la mirada y asiente sin decir palabra. Al cansancio, el hambre y la angustia, se le suma la indignación del trato. Pero ¿qué hacer? Llevarse a su esposa a un hospital privado es impensable. No podría pagarlo. Tiene que aceptar lo que tiene, callarse y tratar de sobrellevarlo todo. No está seguro de poder.
Al tercer día de estar malviviendo a la sombra de la cama de su enferma, siente que va a colapsar. Lleva más de diez días sin bañarse. Esta adolorida, cansado, hambriento, con la desesperación ahogándolo. No ve cómo saldrá del problema. Perdido en sus complejas elucubraciones de abandono, no escucha que una voz lo llama. Es Rosario, la vecina, que ha venido a verlo. La cara amiga lo reconforta, aunque debe soportar un nuevo regaño, como si no hubiera tenido suficientes con los de las enfermeras. ¿Por qué nunca le dijo a la vecina en qué hospital estaba? ¿En qué estaba pensando al no pedir ayuda? Liebe es muy querida en todo el edificio. También sus amigas de la Iglesia están preocupadas. Todo el mundo está preguntando por ella. Se siente un estúpido. Rosario ha tenido que hacer averiguaciones por su cuenta para poder dar con ellos. Luego del regaño, lo manda a su casa.
— “Váyase a dar un baño y a descansar, que da pena. Yo me quedo a cuidarla.”
Obedece como niño. No sabe ni cómo llega a su departamento. Todo está patas arriba. Nada le importa. Se da un buen baño, se pone ropa limpia y cae como piedra en su cama. No sabe nada del mundo por diez horas. Lo despierta el sonido del teléfono. Es su hija alarmada. Le explica en breves palabras lo que sucede. Calma, no logrará nada viniendo. Es cosa de esperar. La realidad se convierte en otra al brotar de su labios: está muy bien atendida, los mejores doctores velan por su salud, no hay de qué preocuparse. Para evitar lidiar con su varón, le pide a Margot que lo llame y le explique. Él tiene que regresar al hospital.
Va a la Cocina Económica de la esquina y come su primer alimento decente en dos semanas. Cuando regresa se encuentra con que Rosario ya organizó todo. Hay turnos de amigas que lo ayudarán a sobrellevar la guardia perpetua. Él está muy agradecido. No sabe ni qué decir. La situación ha cambiado favorablemente, hasta las enfermeras se portan diferentes con él. Los días siguen pasando con su terrible y lenta rutina. Rosario ha mejorado todo, las amigas hacen guardia durante el día y a él le tocan las noches. Su departamento ha recobrado el orden y Liebe está muy bien atendida aunque ha bajado mucho de peso. El fin de año se va y el año nuevo llega sin ninguna variación en la situación. Ya no lleva cuenta de los días que han pasado. Se le han hecho eternos. ¿Está cumpliendo una condena por algo que hizo mal en la vida?
Llega a considerar que los médicos están esperando que pase el tiempo para que la naturaleza cobre su cuota y ya no haya necesidad de realizar la intervención. Es terrible considerarlo pero ellos ya no son unos jovencitos. A su edad están más cerca de la tumba que de la cuna. Tal vez deba aceptarlo ¿Para qué prolongar los sufrimientos? Tarde se entera que la costosa válvula hace cinco días que llegó pero no han podido proceder porque no hay médico disponible. Al suplente se le venció el contrato y el médico de base está de vacaciones. La vida se escapa por un delgado hilo. Nada se puede hacer.
Cuando al fin hay médico disponible y las condiciones son propicias, Liebe se despide, se va en silencio, como ha estado todos los días desde que ingresó al Hospital. No queda nada de ella, sólo hueso y pellejo. Impactado dolorosamente por la noticia, inicia los trámites para sacarla del Hospital y proceder al sepelio. Es cuando comienza su verdadero calvario. Ya no es su esposa, es solamente un cadáver y, para llevárselo, tiene que identificarlo. Primero debe encontrar su acta de nacimiento. Grave problema porque él no sabe dónde guarda su esposa los papeles. Revuelve todo hasta encuentra el requerido documento. Lo lleva esperanzado de que terminará de una buena vez con todo. Error de iluso: El acta debe ser reciente.
Corre al Registro Civil a sacar una copia. No trabajan ese día. Celebran un obscuro Estatuto Jurídico y están de fiesta. Hasta el día siguiente. Espera angustiosa de horas muertas. Con exasperante calma burocrática consigue el acta y la lleva a las oficinas administrativas, retorcido suplicio de Tántalo. Sí, está muy bien, pero ¿quién demonios es él para reclamar el cuerpo? Necesita acreditar su parentesco. Requiere una copia de su acta de matrimonio. Siente deseos de estrangular a la dependiente, pero se contiene. Otro tortuoso trámite. Regresa al día siguiente. Sí, efectivamente él es su esposo pero ¿cuál es su dirección? Porque la dirección registrada no coincide con el área de servicio del Hospital Sur. No entiende cuál es la importancia del asunto hasta que la mujer detrás de ventanilla le aclara, con acre voz, que si no demuestra que vive en la jurisdicción del Hospital tendrá que pagar los servicios que recibió su pariente. La cuenta alcanza siete cifras, incluyendo la válvula que nunca se le colocó.
Está que trina. Verifica la dirección que tienen registrada y comprueba que no es realmente la suya. Regresa a su departamento a buscar un comprobante domiciliario. Cuando lo encuentra estalla en llanto. Siente que ya no puede más. Está harto. No obstante, regresa con la certeza de que nuevamente le pedirán un nuevo documento. Prevenido, trae una carpeta de archivo con todos los documentos que encuentra a su paso, incluidos el certificado de bautizo, primera comunión, confirmación y matrimonio religioso. La dependiente lo mira con condescendencia: Ya está todo bien. Le dan el maldito papelito rosado para que le entreguen el cuerpo.
Sale buscando una funeraria. Tropieza y rueda por las escaleras. Todos los papeles caen al suelo. Sintiéndose el hombre más miserable sobre la tierra, los recoge. Uno de ellos le llama la atención, tiene el logotipo de una famosa funeraria. Lo examina y se da cuenta de que es un certificado pagado por servicios funerarios futuros. Es una póliza. Está conmocionado. Liebe la pagó previendo esto. Llama y el cielo se le abre cuando un amable empleado se pone a su disposición. No encuentra ninguna traba, sólo soluciones maravillosas.
La velación y el entierro son discretos y hasta gratos después del infierno hospitalario. Liebe estaría más que feliz con ellos. Las vecinas, junto con Rosario y las devotas de la iglesia y hasta el sacerdote de la parroquia, asisten y lo acompañan en su dolor. Él les agradece de corazón pero no puede parar de llorar. Ha sido demasiado. No sabía que la vida le tuviera tanto encono. ¿Merecía todo ese sufrimiento extra además de la muerte de su esposa? No hay respuesta. Avisa a sus hijos con parcas palabras. ¿Para qué venir? Con que ellos estén bien es suficiente. Mejor que vengan cuando él muera para disponer de las cosas, piensa para sus adentros sin decirlo.
Por primera vez en semanas dispone de la tarde y la noche libres. Duerme como bendito. Cuando despierta se olvida de todo y busca a Liebe. Le cuesta trabajo recordar que  está muerta y su cuerpo está siendo consumido por los gusanos en la tumba. ¿Qué le queda? ¿Solamente recuerdos? Se sienta y en tanto toma un café trata de rehacer su vida. ¿Qué día es? Quince de enero. Ya pasó el día de Reyes. Recuerda la Rosca, las reuniones familiares, los hijos cortándola con goloso deleite, luego lo harían con Rosario y las vecinas. Liebe tenía una hermosa costumbre: en lugar de castigar a quienes sacaran muñeco haciéndoles apadrinar la fiesta del dos de febrero, ella les daba un magnífico regalo. Era un hermoso detalle que apreciaban mucho los vecinos. Por eso la querían tanto, siempre se daba a los demás.
Deprimido, sale del departamento sin rumbo fijo. Sólo quiere caminar. Encuentra una panadería y pregunta si les queda Rosca de Reyes. La respuesta es negativa. Emprende una cruzada por todas las panaderías de la ciudad buscando la mítica Rosca. Pierde la cuenta de cuantas visita. Decide regresar cuando va cayendo el manto obscuro de la noche. De pronto, ve a un señor salir con una gran rosca de una panadería escondida. Entusiasmado, entra buscando lo mismo. No, ya no quedan, era la última. Su cara de abatimiento conmueve a la empleada.
— “Me queda solamente un pedazo.”
Sonríe por primera vez en casi un mes. La mujer quiere regalárselo pero él insiste en pagarlo. Regresa al departamento cuando ya la noche ha engullido el día. Se prepara un café con leche. Considera que hubiera sido un buen detalle invitar a las vecinas a una Rosca. Sólo buenos deseos le quedan en la cabeza. Abre el empaque y saca la Rosca. Decide no calentarla. Muerde un pedazo y lo apura con el brebaje hirviendo. Le sabe a gloria. Al segundo bocado se topa con algo duro: Es el muñeco. Lo examina con tristeza ¿Cuál sería el regalo que le hubiera dado su esposa si viviera? Sus ojos se inundan. Las lágrimas caen a raudales siguiendo las arrugas de sus mejillas.
Tres días después Rosario toca la puerta del departamento. Algo no está bien. Por más que llama no abre la puerta. Nerviosa, utiliza la llave que le dejó Liebe para emergencias y entra. Está sentado en la mesa del comedor. Tiene la cabeza echada hacia atrás y una sonrisa cincelada en el rostro. Su mano derecha sujeta un muñeco sobre la mesa. Las cucarachas devoran los restos de un pedazo de rosca y una taza de café está tirada y rota en el piso. El grito de Rosario alerta a los vecinos. Liebe siempre da regalo, siempre.



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