Ojo enamorado

Ojo enamorado
En tu mirada

viernes, 17 de diciembre de 2010

ACERCA DE LA SORDERA DIVINA

AYUDA DIVINA
Por Ernesto de la Fuente

En la vida se cometen muchos errores, necesarios muchos de ellos porque ayudan a aprender y mejorar como ser humano. No obstante, por algunos errores se debe pagar un precio muy caro por el resto de la vida. Uno de esos errores lo cometí al casarme con una mujer que “creí”, iluso de mi, sería la compañera para toda mi vida. Más equivocado no podría estar, y después la vida se encargó de irme cobrando en cómodas mensualidades mi terrible equivocación.

Con todo, una luz se abrió en mi camino y encontré a una sencilla y hermosa mujer que me hizo recobrar a fe en la belleza de las relaciones humanas. Nos conocimos, tratamos y acabamos uniendo nuestras vidas. La felicidad hubiera sido completa a no ser que, debido a mi error anterior, no me pude casar con ella por la Iglesia. Eso fue algo que me pesó, ya que la familia de ella era sumamente católica y, aunque aprobaban nuestra relación porque la veían a ella feliz, les lastimaba en el alma que su situación ante la Iglesia hubiera quedado irregular, haciendo que ella no pudiera acceder a los sacramentos de la confesión ni la eucaristía.

Sintiéndome culpable por esto, fui al Tribunal Eclesiástico para iniciar el proceso de anulación del matrimonio, el cual consideraba era factible dadas ciertas irregularidades que había cometido al casarme la primera vez. Pero me topé con un horroroso inconveniente: mi ex esposa era familiar cercano de uno de los jueces del tribunal y este “buen hombre” obstaculizó todos mis intentos por llevar a buen término el proceso de anulación.

Finalmente, sólo me quedaba una carta por jugar. Un sacerdote se había ido a Roma a estudiar en la Pontificia Universidad para luego regresar como integrante del Tribunal Eclesiástico. Era mi última oportunidad, pero como no lo conocía, tenía el enorme temor que el juez que me obstaculizaba el proceso lo pusiera en mi contra y se me negara totalmente la anulación del matrimonio.

Desesperado, fui a rezar a la capilla del Santísimo donde habían rezado por generaciones las mujeres de mi familia, de raíces católicas por la vía materna y ateas por la paterna. Recuerdo que le supliqué a Dios me diera una nueva oportunidad de rehacer mi vida de una manera acorde a su voluntad. Los días pasaron y no veía que nada ordinario ni extraordinario sucediera. El nuevo juez había llegado de Roma y ya había concertado una cita para verlo, pero con una fecha tan posterior a su llegada, que me temí ya lo hubieran puesto sobre aviso de mi caso y que también me cerrara las puertas.

La noche anterior a la cita, me acosté tarde después de repasar todos los papeles. Tenía  la certeza de que Dios no había escuchado mis oraciones. En mi corazón había llegado a la convicción de que Dios era sordo a las necesidades de sus hijos y que no movía un dedo por ayudarlos. Agotado, caí en sueño profundo. Y entonces soñé. Me encontraba en una enorme iglesia que no conocía donde se estaba llevando a cabo una importante celebración religiosa. Había gente que entraba en procesión, sacerdotes en el altar y otros dirigiendo las procesiones. Estaba sentado junto a un sacerdote de lentes, no joven ni viejo, que seguía la ceremonia con suma atención y detalle.

Cual no sería mi sorpresa al reconocer en él al mismo sacerdote con quien tenía que hablar al día siguiente. Se me hizo algo muy extraño, y más cuando le dirigí la palabra y conversamos amablemente sobre lo que sucedía a nuestro alrededor. No recuerdo por qué motivo le pregunté en qué año estábamos, y me contestó que estábamos tres años antes de la fecha real en que yo vivía. Entonces, se me ocurrió algo descabellado y le dije: “Dentro de tres años usted va a terminar sus estudios en la Universidad Pontificia. Se graduará con honores, Suma cum lauden, y el mismo señor Arzobispo asistirá a su examen junto con su padre”.

El sacerdote me miró con extrañeza y me dijo: “Mi padre está muy enfermo, no creo que viva tres años más. Y el viaje a realizar los estudios es algo que todavía estoy pensando si podré hacerlo ya que no dispongo de apoyo económico”. Entonces lo miré a los ojos y le dije con profunda seriedad: “Todo lo que le estoy diciendo es total y absolutamente ciertoSólo le pido que cuando todo lo que le dijo ocurra, recuerde que fui yo quien se lo dijo”. El hombre de Cristo se me quedó mirando algo extrañado y sonrió condescendientemente. Tal vez pensó que no estaba muy bien de la cabeza.

Luego, no sé que más pasó en mi sueño y desperté con la extraña sensación de haber tenido experiencia onírica bastante inverosímil. Me levanté, mal desayuné y me encaminé presuroso al edificio del Tribunal Eclesiástico. Ahí, luego de esperar unos 15 minutos, fui introducido ante la presencia del nuevo juez recién llegado de Roma.

Fue un encuentro totalmente inusual. Se levantó para estrecharme la mano y, tan pronto me vio quedó confundido. Me miró una y otra vez cuando nos sentamos y, cuando intenté exponerle el motivo de mi visita, me interrumpió amablemente y me dijo: “Hace tres años me encontré con usted en una ceremonia religiosa. Recuerdo muy bien que conversamos y usted me dijo que dentro de tres años terminaría mis estudios con honores y que el señor Arzobispo asistiría a mi examen junto con mi padre. No le creí nada de lo que me dijo, pero todo se cumplió tal y como me lo dijo. Y ahora, después de tres años de no verlo, lo vuelvo a encontrar”.

Me quedé con la boca abierta y no supe que contestar. Él, al ver mi turbación, me dijo: “Dígame en que le puedo ayudar y tenga plena confianza que lo ayudaré en todo lo que esté a mi alcance”. Repuesto del asombro, le expliqué el motivo de mi visita y me escuchó con mucha atención. Le mostré toda la documentación y las respuestas que hasta ahora me había dado el Tribunal. Tomó nota y me dijo con suma amabilidad: “Creo que su caso si procede. Permítame analizarlo con los demás integrantes y regrese a verme en dos semanas.”

Me fui de ahí con sentimientos encontrados, entre alegría, asombro e incredulidad. Dos semanas después se me informo que mi caso procedía y seis meses después llegó el dictamen final que me permitió casarme por la iglesia con mi esposa. Ahora, a cualquiera que me diga que Dios no escucha nuestras oraciones, le doy un buen sopapo. ¿Cómo que no nos escucha si está siempre junto a nosotros? Ya el arcángel San Gabriel se lo dijo a una muy humilde muchacha en Nazaret: “porque para Dios no hay nada imposible

lunes, 13 de diciembre de 2010

OBRA DE TEATRO NAVIDEÑA

PAN CON FRIJOLES

Por Ernesto de la Fuente

ACTORES:

ALFREDO (Papá siempre preocupado, cargando con problemas que no comenta, ceño fruncido, pocas palabras, gestos parcos)

CARMEN (Mamá preocupada por todo el mundo, deseosa de que su familia esté bien, tenga lo mejor y sea modelo de felicidad)

GERARDO (Hijo mayor inconforme, insatisfecho, deseoso de amar y ser amado, en búsqueda de una identidad familiar)

REINA (Hija alegre, sociable, fiestera, deseosa de verse siempre guapa y agradar a todos)

ALFREDITO (Hijo menor acelerado, alegre, lleno de energía y sumamente exigente)

MARTHA (Tía vecina que siempre está visitando a su sobrina, noble pero muy apegada al “qué dirán”)

MARÍA (Tía vecina que siempre está interesada en la vida de otros, para no vivir la suya).


PRIMER ACTO:

APARIENCIAS TRAICIONERAS

Se desarrolla en la mesa de la cocina. Es de mañana y Carmen se mueve de un lado a otro sirviendo el desayuno, Reina está sentada leyendo una revista de la farándula. Gerardo come despacio su cereal. Alfredito está jugando su celular. Entra don Alfredo de traje y corbata, con su portafolio y, muy serio, toma el café de pie haciendo caso omiso de lo que lo rodea.

CARMEN: ¿Sólo eso vas a tomar? Te hice unos huevitos Motuleños, tus favoritos.

ALFREDO: Es tarde. No me da tiempo.

Hace por marcharse, pero su esposa agrega:

CARMEN: No se te olvide que hay que planear la cena del 24. Este año nos toca recibir a toda la familia.

Don Alfredo hace cara de contrariedad, aprieta los labios, da la media vuelta y se marcha. Carmen levanta los brazos y reclama al vacío.

CARMEN: ¡Por Dios! Parece que vive en otro planeta ¿Qué le pasa?

Sus tres hijos voltean a verla. Reina, haciendo cara de “otra vez mamá con sus cosas”, se marcha llevándose la revista. Alfredito se levanta, brincotea alrededor de la mesa y se va. Sólo quedan Gerardo y su madre.

CARMEN: Gerardito ¿qué piensas que deberíamos dar de comer para el 24? ¿Pavo relleno de nueces y alcachofas? ¿Pavo a la San Simón? ¿Pavo en bud negro aderezado con Lomitos de Valladolid? ¿Pavo semiahogado en tres salsas?

 Hace una pausa, piensa y contraataca

CARMEN: ¿Pierna alemana claveteada con piña? ¿Pierna enchorizada con puré de papas y brócoli? ¿Pierna asada en salsa vienesa? ¿Pierna horneada con salsa de kardamomo y albahaca?

Hace otra pausa y arremete nuevamente a un ya asustado hijo que agarra horrorizado su plato.

CARMEN: ¿Bacalao a la gallega? ¿Camarones soasados en salsa de cilantro y ajo? ¿Atún blanco en salsa de xkatic y champiñones? ¿Pulpo en su tinta estilo Sisal? ¿Salmón entomatado con berenjena...?

Visiblemente asustado Gerardo la interrumpe.

GERARDO: ¡¡¡¡¡¡MAMÁ!!!!!!!

La mamá brinca saliendo de su trance y mira a su hijo.

GERARDO: ¿Va a ser una cena familiar o una degustación gastronómica de algún exótico restaurant vallisoletano para turistas?

Carmen se arregla el pelo y comienza a recoger los platos.

CARMEN: Vamos… solo quiero saber tu opinión. Somos una familia y siempre es bueno saber lo que todos opinan al respecto.

Gerardo la mira con ojos incrédulos. Se pellizca, se acerca a ella y le mira bien la cara verificando si realmente es su madre.

GERARDO: ¿Verdaderamente quieres saber mi opinión?

CARMEN: Claro, por supuesto. No te preguntaría sino estuviera interesada en escucharte.

Gerardo se pone a hablar en tanto su madre recoge la mesa, se ajetrea y da muestras de estar haciendo todo, menos escucharlo.

GERARDO: Quisiera que fuera una cena muy sencilla en que conviviéramos unos con otros. Ver a papá alegre y a ti sentada conversando con nosotros en lugar de estar dando vueltas de la cocina al comedor… Así que me gustaría que cenáramos algo sencillo como tortas de pavo.

El hijo se emociona describiendo la posible escena.

GERARDO: Podríamos cortar el pavo en pedazos, asarlo en el comal, lo deshebramos entre todos y, con ese pan para tortas tan rico que venden en La Perlita, hacemos unas tortas con esa deliciosa mayonesa de tapa azul, y luego pasáramos al comedor a jugar como familia algo así como Dominó de 12, barajas, el Juego de la Oca, Serpientes y Escaleras, Maratón o Scrabble...

El muchacho se emociona aún más sin darse cuenta de que su mamá está más entretenida en arreglar la cocina que en prestarle atención.

GERARDO: Después iríamos al árbol a desenvolver los regalos. ¡Ah! Pero ahí habría que poner reglas: Que fueran regalos hechos por quienes los dan, no comprados.

El chico está completamente emocionado y sigue con voz alegre.

GERARDO: Es más, hasta podríamos interpretar una obra de teatro entre todos. Ya ves que al tío Ernesto le gusta escribir y nos podría ayudar con el guión. La tía Romelina podría ayudarnos con el vestuario, el tío Arturo con la música y los primos harían los bailables en tanto papá podría tocar la guitarra, Reina hacer una danza árabe, Alfredito rapear y …

Gerardo se queda sin palabras al percatarse que su madre está concentrada en las labores de la cocina y no le hace caso.  Mueve la cabeza, se queda en silencio un momento y después sale muy decepcionado del lugar. Carmen no se percata de su ausencia. En eso, Alfredito entra como bólido pegando de gritos.

ALFREDITO: ¡¡¡Mamá!!! ¡¡¡Mamá!!! ¡¡¡Mamá!!!

CARMEN: ¿Qué pasa corazón? ¿Por qué tanto grito sino estoy sorda?

Alfredito corre emocionado por toda la cocina, saltando, moviendo los brazos y sonriendo eufórico.

ALFREDITO: ¡Ya sé lo que quiero que me traiga Santa Claus! ¡Ya sé! ¡Ya sé! ¡Ya sé! ¡Ya sé! ¡Ya sé! ¡Ya sé! ¡Ya sé! ¡Ya sé! ¡Ya sé! ¡Ya sé! ¡Ya sé! ¡Ya sé! ¡Ya sé! ¡Ya sé!

Doña Carmen, a punto de estrangularlo para que se calle, le pregunta con fingido interés

CARMEN: ¿Y qué quieres que te traiga Santa Claus?

El hijo contesta emocionado y muy rápidamente.

ALFREDITO: Un iPad con Wi-Fi + 3G de 64 GB, un iPod classic con 160 GB, un IPhone 4, un Blu-ray Disc Movies in High Definition, un Xbox 360 de Lux, un Nintendo DS/Wii, un PSP 3 y … un bicicleta.

CARMEN: ¡¡¡¡¡CÓMO!!!!!

ALFREDITO: Un iPad con Wi-Fi + 3G de 64 GB, un iPod classic con 160 GB, un IPhone 4, un Blu-ray Disc Movies in High Definition, un Xbox 360 de Lux, un Nintendo DS/Wii, un PSP 3 y … un bicicleta.

CARMEN: ¿Nada más?

Alfredito niega con la cabeza.

ALFRDITO: No, es todo: Un iPad con Wi-Fi + 3G de 64 GB, un iPod classic con 160 GB, un IPhone 4, un Blu-ray Disc Movies in High Definition, un Xbox 360 de Lux, un Nintendo DS/Wii, un PSP 3 y … un bicicleta.

CARMEN: ¿Y qué quieres comer para la cena del 24?

ALFREDITO: ¡¡¡HAMBURGUESAS!!!

El niño sale corriendo ante la desesperación de su madre y entra Reina muy campante:

REINA: ¿Todavía en la cocina mamá? Deberías traer tu hamaca. Nunca sales de aquí.

CARMEN: Estaría menos aquí si tú me ayudaras.

Reina finge demencia y agarra un vaso para servirse agua.

CARMEN: Ya que estás aquí, ¿qué te gustaría cenar el 24?

REINA: Mmmmmm algo rico…

CARMEN: ¿Pavo?

REINA: No…

CARMEN: ¿Pierna?

REINA: No…

CARMEN: ¿Pescado?

REINA: No…

CARMEN: No me digas que hamburguesas…

REINA: Ay mamá, ¿cómo crees?

CARMEN: ¿Entonces?

REINA: Lasaña o de perdis espagueti…

CARMEN: ¡Ajá!

Reina se va y Carmen se queda triste en la cocina. Se sienta y en eso llegan sus familiares y vecinas Martha y María. Se saludan con alegría y se besan sonoramente en la mejilla.

MARTHA: ¿Qué tal Carmen? ¿Ya tienes todo planeado para el 24?

Con cara de decepción.

CARMEN: Para nada. Alfredo no me dice nada. Gerardo está en sus ondas ecoarmónicas, Alfredito quiere Hamburguesas y Reina comida italiana…

MARIA: Bueno, eso quieren ellos, pero aquí ¡TÚ! mandas: ¿Ya decidiste qué vas a hacer?

CARMEN: No sé… Estoy muy preocupada

MARIA: Ni me digas, es Alfredo ¿verdad?

Martha se acerca con cara de conspiración y dice con venenosa voz.

MARTHA: Lo vi entrar el otro día a casa de la vecina rica. La de la casa que parece pagoda china. Esa que no tiene marido estable y estrena autos a cada rato.

Ambiente de chisme. Visiblemente asustada Carmen dice:

CARMEN: ¿¿¿QUÉ LO VISTE HACIENDO QUÉ???

MARIA: Si, no te habíamos querido decir para no preocuparte, pero anda rondando a la vecina.

CARMEN: ¿Alfredo? ¿Mi Alfredo?

Las dos mueven la cabeza con aires de complicidad.

MARTHA: Así es sobrina. Se nos hizo escandaloso su comportamiento ¿Acaso no has notado nada raro en él?

CARMEN: Pues sí, anda muy callado. Como preocupado. Se duerme tarde y se levanta muy temprano…

MARIA: ¿Nada más? Digo, no has notado si…

Hace cara picaresca.

CARMEN: ¡¡¡NOOOOOOO!!! Para nada. El es muy formal en todo...

MARTHA: ¿En todo? Porque está muy raro eso. Yo que tú voy a ver a la coscolina esa y la enfrento.

Carmen se queda pensativa en tanto sus tías le siguen dando ideas.

MARIA: Si, hay hasta detectives muy buenos para investigar eso. La prima Leticia te puede recomendar a uno.

CARMEN: ¿Leticia? ¿La que se divorció y dejó sin nada al marido?

María mueve la cabeza en tanto Martha aprueba todo lo que dice.

CARMEN: No lo creo conveniente. Mejor hablo primero con Alfredo. Las cosas hay que resolverlas primero entre nosotros. Alguna razón debe existir para esas visitas.

MARTHA: Si, como no. Debe estarle dando algún servicio a la vecina…

Se escucha una música melodramática y las tres mujeres mueven la cabeza como si continuaran la conversación.


SEGUNDO ACTO:

SUFRIENDO LA DICHA FAMILIAR

Escena en penumbras o con poca luz, es igual. Carmen sentada y vestida con una bata de dormir, enfrenta a Alfredo, quien enfundado en su traje llega del trabajo.

CARMEN: ¿Se te hizo tarde mi amor?

ALFREDO: Si. Mucho trabajo.

Se hace un silencio incómodo en tanto Alfredo se quita el saco y la corbata.

CARMEN: Te llamé a la oficina y, como siempre, la secretaria me dijo que habías salido. Aunque debo confesar que, a veces, me dice que estás en una junta muy importante con el Gerente de Ventas.

Alfredo suspira y se queda quieto. Las preocupaciones lo abruman.

CARMEN: ¿No me vas a decir dónde estabas?

ALFREDO: Trabajando.

CARMEN: ¿Es todo lo que me dirás?

Silencio. Alfredo se sienta.

CARMEN: ¿Qué te pasa Alfredo? Ya no me quieres decir nada. Ni siquiera que quieres comer para la Nochebuena…

El hombre la mira y dice con suma ironía.

ALFREDO: Pan con frijoles.

CARMEN: ¿Cómo dices?

ALFREDO: Pan con frijoles.

CARMEN: ¿Qué te pasa? ¿Cómo vamos a comer pan con frijoles? Si es Navidad.

ALFREDO: Me preguntaste que quería comer y te contesté. ¿Para qué preguntas si no quieres oír la respuesta? Gerardo tiene razón: Sólo te escuchas a ti misma.

Carmen pone cara de indignación, se levanta, camina como para marcharse, pero regresa y encara a su marido.

CARMEN: ¿Por qué demonios dices que quieres comer pan con frijoles? ¿Tan mal cocino?

ALFREDO: Para nada. Cocinas como el chef más famoso del mundo. Tu comida es deliciosa. Riquísima. <Se toca la panza para confirmarlo>

CARMEN: ¿Entonces?

ALFREDO: Entonces nada. Nada, nada, nada…

CARMEN: ¿Me vas a decir que te pasa o tengo que írselo a preguntar a la vecina rica que vive en la pagoda china?

Alfredo se queda petrificado. La mira sorprendido.

CARMEN: Vaya, hasta que di en el clavo. Entonces es la vecina. Nunca lo pensé de ti… No lo puedo creer, esto ya parece un capítulo de la serie Esposas Desesperadas…

ALFREDO: Carmen, mi amor, no es lo que estás pensando…

CARMEN: ¿¿¿Y QUÉ ES???

Alfredo se levanta y abraza a su esposa. La besa dulcemente y le dice la terrible verdad.

ALFREDO: Me quedé sin trabajo.

CARMEN: Pero tu secretaria me dijo que…

ALFREDO: Le pedí que me cubriera para que no te enteraras y te preocuparas.

CARMEN: ¿Y a dónde vas todos los días cuando sales muy elegante? ¿No me digas que estás dando servicios a domicilio?

ALFREDO: ¡¡¡CARMEN!!! ¿Cómo crees? He estado buscando trabajo.

CARMEN: ¿Y desde cuando te quedaste sin trabajo?

ALFREDO: Desde septiembre. Hicieron recorte de personal y me echaron como mueble viejo.

CARMEN: ¿Y de qué hemos estado viviendo?

ALFREDO: De mi liquidación y, para ganarme unos pesos, estoy realizando ventas de seguros a domicilio.

Carmen lo mira angustiada. Él le explica.

ALFREDO: Por eso fui a ver a la vecina. Me está comprando un seguro de Gastos Médicos Mayores.

CARMEN: ¿Entonces no tenemos dinero?

Alfredo mueve la cabeza afirmativamente.

CARMEN: ¿Y nuestra cena de Nochebuena? ¿Y el pavo, la pierna, los mariscos?

ALFREDO: Si quieres los puedes hacer pero eso nos dejaría totalmente en la ruina.

Carmen abraza a su marido y los dos se consuelan.

CARMEN: Tengo una idea. Puedo vender comida. Me gusta cocinar y podría promocionarme entre nuestros amigos y vecinos.

ALFREDO: Se me olvidó decirte que tengo deudas por pagar: las tarjetas de crédito, Liverpool, Sears, Chapur, Suburbia, la colegiatura de Alfredito, el servicio del auto en el taller… no hay mucho capital…

CARMEN: Oh, no importa mi amor. En tanto tú y yo estemos juntos, saldremos adelante.

ALFREDO: Gracias mi amor… perdona por no habértelo dicho antes.

Ambos se estrechan amorosamente en tanto se escucha una música romántica y se apagan las luces.

TERCER ACTO:

REDESCUBRIENDONOS COMO FAMILIA

La familia está reunida en torno a la mesa. El público es parte de la escena y los actores hablan con ellos ya que representan a los familiares que acude a la cena de Nochebuena. Todos los integrantes de la familia, Gerardo, Reina y Alfredito, están a la expectativa ante la cena que servirá doña Carmen. Don Alfredo está vestido informalmente, sonriente y feliz.

CARMEN: Que gusto que hayan venido todos. Está es una Navidad muy especial para nosotros.

ALFREDO: Así es. Es una celebración como no hemos tenido otra.

Martha, que está sentada entre El Público, pregunta con maliciosa voz:

MARTHA: ¿Y qué delicia nos cocinaste esta vez Carmencita? Porque tus cenas son de antología.

María, que también está sentada entre EL Público, la secunda:

MARIA: Así es. No puedo esperar más para saborear alguno de tus deliciosos guisos. ¿Hiciste pavo pibil estilo Kanxoc? ¿Pierna gratinada con salsa marinera a la Mendoza? O tal vez ¿Xkatiques rellenos de camarones en salsa de cilantro?

Carmen se ríe, le da un sonoro beso a su esposo y les dice llevando un plato a la mesa:

CARMEN: Nada de lo que piensan. Hice unos deliciosos frijolitos refritos, con cilantro, su cebollita asada, chile habanero, espolvoreados con queso de sopa, y acompañados con pan francés que trajo de Tinum mi amado esposo.

Martha y María, que están sentadas entre el público, se levantan y ponen cara de espanto.

MARTHA: Pero niña… ¿Frijoles como plato principal para la cena?

MARIA: Nos estás tomando el pelo...

Se escuchan murmullos entre los familiares presentes fruto de los comentarios insidiosos de Martha y María. Alfredo se levanta y con la cara de felicidad más grande que pueda tener dice:

ALFREDO: Tengan por seguro que está es la mejor cena que les podemos ofrecer.

REINA: Pero papá estamos haciendo el ridículo ¿Cómo le vamos a dar frijoles a nuestros invitados? De saberlo me hubiera ido a casa de Josefina a celebrar la Navidad. Ahí su mamá encarga comida de los mejores restaurantes de Cancún y su papá lanza voladores que trae de los yunaites…

ALFREDITO: No me voy a llenar solo con frijoles y pan…

GERARDO: ¡Es una idea genial! ¡Me encantan tus frijoles nmami!

Las tías generan más murmullos mal hablando de la cena pero Alfredo las calla diciendo:

ALFREDO: Esta cena nos recuerda el verdadero sentido de la Navidad. Parecen haber olvidado que la primera cena de navidad consistió en simple pan, queso, leche y tal vez un poco de miel. Es la pobre cena que tuvieron María y José en aquella cuevita convertida en establo donde nació el niño Jesús.

Carmen mira con amoroso orgullo a su esposo.

CARMEN: Parecen haber olvidado que esa primera cena se logró gracias a las aportaciones de los pobres pastores de Belén que fueron a visitar al niño gracias al aviso del ángel.

GERARDO: Pero esa fue la mejor cena de todas las navidades porque, aunque no había riqueza ni abundancia, había amor y generosidad.

ALFREDO: Y estaba la familia junta, unida y feliz por el nacimiento de Jesús. ¡Que dicha más grande que tener la familia unida!

Todos hacen silencio y entonces se escucha la quejumbrosa voz de Alfredito que reclama.

ALFREDITO: ¿Y los regalos? ¿Y los juguetes?

CARMEN: Esos los traen los Reyes Magos. Pero tu padre y yo hemos decidido darte uno a ti.

Carmen va a buscar una bolsa de papel de lo más corriente y se la entrega a Alfredito, quien emocionado la intenta abrir lentamente en tanto pregunta:

ALFREDITO: ¿Qué es? ¿Mi iPad? ¿Mi iPod classic? ¿Mi IPhone 4? ¿Mi Blu-ray, mi  Xbox 360, mi Nintendo DS/Wii, mi PSP 3? Porque lo que es claro es que esto no es mi bicicleta.

Termina de abrirlo y mira sin comprender lo que ve. Lo saca y se lo muestra al público: un palo largo con otro corto y pequeño de aspecto extraño.

ALFREDITO: ¿Qué es esta cosa?

ALFREDO: Una kimbomba. Para que juegues con tus primos en el parque de aquí cerca.

CARMEN: Hemos decidido recobrar nuestras raíces, nuestra familia, nuestra esencia.

GERARDO: ¡¡¡¡¡¡¡SIII!!!!!!!

Gerardo se levanta, abraza a sus papás y se muestra feliz. Reina pone cara de contrariedad pero al final se levanta y abraza también a sus padres.

REINA: Estarán chalados mis viejos pero me encanta verlos felices. Además, esta moda retro de cena navideña está muy cool.

Se abrazan todos los integrantes de la familia en medio de jolgorios y alegría.

MARTHA: ¿Pero por qué? ¿Qué les pasa?

Carmen y Alfredo se miran muertos de risa y dicen entre los dos.

CARMEN: Descubrimos el verdadero sentido de la navidad.

ALFREDO: No se trata de dar cosas materiales.

CARMEN: Si no de darse a uno mismo.

ALFREDO: No se trata de comer comidas deliciosas y caras.

CARMEN: Si no de dar lo que uno tenga para comer con amor.

ALFREDO: Y esto es lo que, pobremente, pero con amor, tenemos para darles: ¡¡¡PAN CON FRIJOLES!!!

Alfredito, resignado y agarrando su kimbomba dice:

ALFREDITO: ¡¡¡PORQUE MÁS VALE COMER FRIJOLES TODOS JUNTOS Y CON AMOR, QUE COMER PAVO DESUNIDOS Y CON ODIO!!!

Se escuchan alegres villancicos y los actores recorren el lugar abrazando a todos y deseándoles una feliz navidad.
F I N


martes, 30 de noviembre de 2010

DE LAS RELACIONES DE PAREJA

PARA VIVIR CONTIGO
Por Ernesto de la Fuente

La conocí en una aburrida clase de Historia del Arte, a la cual me había inscrito para complacer los tontos deseos de mi jefe, quien deseaba redecorar la oficina con cuadros de talentosos pintores. Claro, tuve que asistir a las clases fuera de mi horario de trabajo ¿pues acaso creen que el jefe me hubiera permitido gastar mi valioso tiempo laboral en eso?

No me dormía, porque me entretenía mirar sus hermosos ojos color verde. Parecían dos pedacitos de mar incrustado en sus pupilas. Lo más enigmático es que, conforme la fui conociendo, me di cuenta que el color cambiaba de acuerdo a su estado de ánimo, al tiempo o a las fases de la Luna. Por lo que era siempre una dicha observarlos.

Como comprenderán me aferré a estar junto de ella tanto tiempo como me lo permitían las aburridas tareas, los insulsos exámenes o las interminables explicaciones de la maestra, tan enamorada del arte como yo lo estaba de la dueña de los ojitos verdes. Lucía, se llamaba Lucía, que en el mismo nombre conllevaba la dicha de su belleza.

Hice circo, maroma y teatro para poder ganarme su confianza y sacarle una cita para visitar un museo con algunos otros compañeros, que ni tardos ni perezosos comprendieron que andaban de comparsa y se fueron diluyendo entre las salas de arte para dejarnos solos. Oh, por Dios. Fue algo más que difícil lograr que me prestara atención, ya que estaba absorta en realizar la tarea que nos habían marcado. Hueso duro de roer, tuve que insistir una y otra vez para que me hiciera al menos un poco de caso.

Creo que fue mi sonrisa la que la cautivó, con la mala fortuna que soy de poco sonreír. Terminado el maldito curso, tuve que tomar otro más avanzado, ya por mi cuenta, para no perderla de vista. Y así en una casi infinita sucesión de tareas, proyectos y visitas, a las cuales me fui acostumbrando y llegué a realizar con mucha práctica. Con eso logré ser siempre el designado para conformar sus equipos de estudio y trabajo.

Llevaba ya dos años invertidos en el arte, que más bien era el arte de enamorar a Lucía, cuando al fin conseguí que saliera sola conmigo al cine a ver una película… de arte. No voy a negar que lo nuestro ya se había convertido en una simpática rutina que nos alegraba las tardes grises de nuestras vidas, pero uno no puede vivir de cotidianas rutinas sin terminar hastiado y en vías de momificación.

Al terminar nuestra veintiúnica clase, sucedió lo inexplicable, ella me invitó a su casa a celebrar y concluimos celebrando en la cama bañados de vinos y más borrachos que muertos. ¿Sexo? Bien gracias, no hubo nada. Ella quería casarse bien y no toleraba juegos con aspectos tan sagrados como la reproducción.

Mi curriculum no ayudaba: era viudo y doblemente divorciado, eso sin contar las numerosas parejas que habían pasado por mi vida. Por algo le llevaba 10 años. Por supuesto, a mi favor tenía que desde que se me metió entre ceja y ceja no había vuelto a salir absolutamente con nadie. Creo que ya hasta se me había olvidado que era el sexo. Hubo serias deliberaciones al respecto hasta que ella claudicó un día en que de plano me puse a llorar como un niño ante su negativa a vivir conmigo.

Nos casamos y nos fuimos a vivir a su casa. Bueno, hasta el más torcido se endereza con una mujer como Lucía. Tenía un carácter muy pacifico pero era de ideas firmes. Lo que era azul tenía que ser azul y me cargaba la tiznada. O sea, con ella no había medias tintas. ¿Y cómo no habría de ser así, si su papá era médico y para colmo militar? Todo ordenado, todo concreto, todo lógico. Bueno, no voy a negar que lo intenté, pero no me percaté del enorme embrollo en que me metía.

Los días dieron paso a las semanas, los meses y después los años. Llevábamos una relación sólida y agradable en que ella se desempeñaba como decoradora de interiores y yo como empleado de una empresa multinacional que estrangulaba todo y a todos con sus productos. Yo era una simple rueda de aquel engranaje. No obstante, no hay nada perfecto.

Comencé a percatarme que las cosas no andaban bien, cuando mis actitudes empezaron a ser cuestionadas una y otra vez por Lucía. Cosas tan sencillas como el color de la taza de café, la ración de frutas, la servilleta de la cocina o el lugar donde ponía la pasta de dientes, comenzaron a dar pie a diatribas y debates de alto vuelo. Al principio aquello me divertía, pero poco a poco fue abrumándome ya que ella tenía una capacidad asombrosa de indicarme cuales habían sido mis preferencias anteriores. El ¿por qué ahora usas una taza negra para tu café cuando por 3 años, 11 meses y 12 días utilizaste una amarilla?, se volvió un sonsonete repetitivo en todas y cada una de las cosas que hacía, desde bañarme (¿con la puerta abierta o cerrada?)  hasta dormir (¿con la almohada alta o la baja?). No comprendía ese afán de discutir por nimiedades.

Pensé recurrir a un terapeuta de pareja, pero el sólo pensar que me llevaría con algún amigo médico militar de su padre, me produjo un escalofrío. Así que no tuve más opción que quedarme en casa un día  para tratar de desentrañar los por qués de su comportamiento. Bueno, la verdad es que me quedé a arreglar el closet porque ya no cabía mi ropa y quería acomodar todo antes de una nueva discusión dialéctica. Fue entonces que encontré el libro de pastas verdes en su closet. No fue a propósito, simplemente buscaba una bolsa y me topé con él.

Cuando lo abrí, no pude menos de sentir un escalofrío en mi espalda. Era, ni más ni menos, que un Manual, un manual en donde me describía punto a punto y pelo a pelo. Lucía, mi esposa, a falta de hijos, se había dedicado concienzudamente a estudiarme. Tenía anotado todos los aspectos inimaginables acerca de mi persona y, sobre todo, acerca de mi comportamiento. Recuerdo que en ese momento pensé que era algo patológico y que me había casado con una loca peligrosa que, en cualquier momento, me podría asesinar con cualquiera de las tres almohadas que teníamos en la cama.

Pero no. Reflexioné y me percaté de la enorme cantidad de incongruencias que existían en mi comportamiento. No era constante, era errático en mis decisiones, gustos y costumbres. Yo era la que la estaba volviendo loca a ella con mi comportamiento incoherente. Rápidamente me encaminé a una empresa donde fotocopiaban documentos e hice una copia del libro verde, el cual deje religiosamente en su santo lugar.

Los siguientes días me la pasé estudiándome a mi mismo. Luego de leer con detenimiento lo que mi esposa había escrito de mi, comprendí en por qué de mis fracasos matrimoniales y hasta de mi propia viudez. Con mis actitudes poco comprensibles, desquiciaba a las mujeres y las hacía detestarme. Si, no fue fácil llegar a esa conclusión, pero es que Lucía no era una mujer cualquiera. Era el sueño de todo hombre cabal y yo no era tan estúpido como para tirar mi matrimonio por la borda.

Así que, libro en mano, me dediqué a tener un comportamiento definido y estable. ¿Qué si fue fácil? Para nada, fue de lo más difícil que puedan imaginarse. Pero creo que lo logré porque Lucía dejó de atosigarme y comencé a verla tranquila y feliz. Sus ojos adquirieron una bellísima tonalidad verde dulce y nuestra vida matrimonial alcanzó algo así como un preludio al paraíso.

Todo hubiera sido perfecto a no ser porque la fotocopiadora donde dupliqué el libro era digital. La maldita máquina guardó una copia de lo fotocopiado en su disco duro. La máquina se descompuso y, en lugar de repararla, decidieron venderla. El que la compró, debido a que el modelo era algo especial, decidió deshuesarla y venderla por piezas. Y un desgraciado pirata cibernético compró el disco duro, lo escaneó y encontró muchas cosas interesantes en la memoria, entre ellas el libro verde.

Lo primero que supe es que un libro llamado “Manual para vivir contigo”, causaba furor en Europa. Lo siguiente es que mi esposa lo había comprado. Lo último es que mi suegro vino por mi esposa y un abogado me visitó para plantearme los asuntos del divorcio. ¿La causa? Engaño contumaz. Lucía alegaba que había estado actuando por años para hacerle creer que era feliz con ella.

¿Qué creen que hice? Pues le llevé una mega serenata con decenas de flores y le supliqué su perdón ante la escopeta de mi suegro. ¿Ustedes creen que ella me perdonó? Bueno, se ve que no han leído el Manual… Tendremos que escribir uno nuevo entre los dos, máxime ahora en que se embarazó y se enteró que los niños no vienen con un Manual incluido...

viernes, 22 de octubre de 2010

LOS MISTERIOS DE LA VOCACION

FUERA DE MÍ
Por Ernesto de la Fuente


1.- AFUERA.

No voy a negar que siempre se me hicieron detestables las personas ricas. Me enojaba su hipocresía al tratar a los que menos tienen, su fantochada de sentirse los dueños del mundo y de la vida, y sus aires de desdén al mirarnos a todos los pobres por debajo del hombro. Pero en esta vida, uno siempre acaba enfrentándose a sus odios y teniendo que convivir con ellos.

No me puedo quejar de mis padres, mal que mal llevaban con sencilla pobreza nuestro hogar. Había siempre algo que comer, aunque no fueran grandes manjares. Un plato de frijoles, unas tortillitas, un poco de masita frita envolviendo alguna verdura saludable, lo que hubiera, mi madre lo presentaba de la manera más deliciosa posible. Nunca me quejé de eso, tal vez porque mis padres compensaban su pobreza con su gran amor hacia nosotros.

Mi padre era el perfecto mil chambas, le hacía de todo, con mucha voluntad y gran honradez, creo que por eso nunca le faltaba trabajo pero creo que también por eso mismo no ganaba gran cosa. La gente rica, que era la que lo contrataba, era muy tacaña a la hora de pagarle, y le ninguneaban el salario aprovechándose de su falta de estudios. Mi madre hacía maravillas con las telas. Costuraba ropa a cuanta señora se acercaba a ella. Ella le costuraba a pobres como nosotros, y ellos no le regateaban el salario, sólo que a veces no tenían con que pagarle y ejercían el trueque. Así, tres vestidos podían valer una sabrosa gallinita o los pantalones para los chamacos se pagaban con arroz, aceite y velas.

No, no me podía quejar. Pero para los que nada tienen la felicidad dura muy poco. Un buen día atropellaron a mi padre y todos los magros recursos familiares se tuvieron que invertir en su posible curación. Mi madre empeñó su máquina de coser, su posesión más preciada, para después acabar vendiendo la boleta de empeño. Pero nada pudo evitar lo inevitable y mi padre murió como un bendito, arrullado en los brazos de mi afligida madre.

Entonces, ante tanta desgracia y necesidad, tuve que dejar de estudiar para encontrar trabajo. ¿Qué de otra quedaba? Siendo joven, encontré varias oportunidades, pero en todas había que invertir hartas horas de rudo trabajo para sacar unos mugrosos pesos. Con grandes sacrificios fui ayudando a mi madre hasta que entre las dos pudimos comprar una máquina de coser de medio uso. Cuando mi madre la tuvo en casa, nuevamente sonrío. Entonces ella me instó a terminar la secundaria en una escuela nocturna. Al principio no quería, pero ella me animó una y otra vez: “Elda, sigue estudiando” –me decía con insistencia- “Deseo que te abras paso en la vida

Así que, sin mucho entusiasmo, terminé mi secundaria con muy buenas notas. Porque, modestia aparte, siempre me han gustado mucho los estudios. Se me da con facilidad leer, entender las matemáticas y escribir cualquier tarea encomendada, aunque fuera en cartones viejos o pedazos de papel para envolver que encontraba en la basura. Mis compañeros, al ver la facilidad con que me desenvolvía, me solicitaban ayuda y eran bastante generosos para agradecerme. Claro, trabajaban al igual que yo y no les sobraba dinero, pero la generosidad de los que menos tienen es muy rica: galletas, frutas, lápices, y hasta uno que otro cuaderno, sin olvidar algo de tela o cualquier cosa que desearan compartir conmigo. Y creo que me lo daban porque nunca les pedía nada y sabían de mi gran necesidad.

Al concluir los estudios me topé con la encrucijada de no saber qué hacer. Entrar en la Preparatoria implicaba muchos gastos, los cuales no me podía dar el lujo de pagar. Además, en la zapatería donde trabajaba, la dueña me había agarrado “cariño” y me aumentó la responsabilidad junto con el sueldo. ¿Cómo podría rechazar esa oportunidad?

No obstante, mi madre dijo la última palabra: “Vas a seguir estudiando”. Nunca me gustó contrariarla, pero esa vez si me enojé mucho con ella. ¿De dónde diablos sacaríamos el dinero para vivir si dejaba de trabajar y me ponía a estudiar? Mi madre, viendo que me estaba alterando, me dijo: “Elda, si no confías en mi, confía al menos en Dios. Él proveerá”. E inició una novena al Señor San José, de quien se había hecho muy devota a la muerte de mi padre, por aquello de que aquel santo siempre proveyó el hogar de la Sagrada Familia.

¿Ustedes le hubieran hecho caso a su madre ante una situación así? Bueno, pues yo estaba a punto de mandarla a volar e irme de la casa para poder seguir trabajando. Pero no tomé en cuenta la enorme fe de mi madre ni la divina intercesión del padre adoptivo de Jesucristo. La noche en que había decidido tomar mis cosas e irme, llegaron unas nuevas clientas de mi madre. Eran tres monjas, vestían con gran sencillez un hábito café claro y unas simpáticas sandalias cafés oscuras. Las tres muy alegres y amables, interrogaron a mi madre sobre sus servicios. Resulta que, aunque ellas costuraban, tenían un evento muy importante y necesitaban se les hiciera un pequeño chalequito para acompañar sus hábitos. Llevaban la tela y se involucraron en una intensa plática con mi madre sobre medidas y modelos.

Estaba muy intrigada por esas monjas. Así que decidí echar un vistazo. Grave error mío, tan pronto me vio una de ellas, me hizo unas fiestas increíbles, casi como si hubiera descubierto una novedad. Las otras dos rápidamente me sacaron de mi escondite y me rodearon apabullándome con preguntas. No supe que contestar. Mi mamá contestó por mí. Fue entonces que se enteraron que había terminado mi secundaria y que no teníamos recursos para que siguiera estudiando la Preparatoria. Las tres mujeres se voltearon a ver, compartiendo miradas de complicidad, y luego le dijeron a mi madre: “No se preocupe. Si ella quiere seguir estudiando, nosotras veremos que tenga todo resulto”

Mi progenitora se quedó perpleja y yo helada. “Si” –dijo la monja más alta- “Ella puede seguir estudiando con nosotras”. “Por supuesto” –sentenció la más bajita y gordita- “No faltaba más” –remató la más sonriente- “Esta niña se viene con nosotras para seguir preparándose

La cabeza me dio vueltas y para mi asombro escuché a mi madre lanzar una alabanza al Señor San José y romper en palabras de agradecimiento. Yo me quedé paralizada. No supe que decir o hacer. Me sentí entrampada por Dios.

2.- ENTRANDO.

Recuerdo muy vagamente cómo llegué al colegio de las monjitas. Me sentía como en un sueño que no era mío. El lugar estaba lleno de edificios monumentales cercados por enormes y bellos árboles. Las monjitas vivían en una pequeña casita al fondo de aquel enorme terreno, la cual contrastaba por su austeridad con sus lujosos vecinos. Me asignaron un pequeño pero hermoso cuarto con una ventana sencillamente deliciosa que daba a un jardín de rosas. Me sentí en un pedazo de paraíso. El cuarto tenía una cama individual, un ropero, una mesa con su silla y un baño para mi solita. ¡Jamás había tenido un baño para mi sola!

La reverenda Madre Superiora, llamada Josefina de la Inmaculada, me expuso a grandes rasgos cual era el plan de vida de esa pequeña comunidad integrada por 14 religiosas. “Todos los días” -me explicó- “Verás una hoja pegada con el horario de actividades en el pequeño pizarrón que está a la entrada de la capilla.” Ahí aprendí que las religiosas tenían planeado siempre todos sus días para no desperdiciar el tiempo. Lo más importante para ellas era las visitas a la capilla, que implicaba la misa, el rosario, el rezo de la Liturgia de las Horas y la oración personal. Una frase de Santa Teresa, empotrada en una lápida de cerámica en el comedor comunitario, sintetizaba su vida en común: “Aquí todas han de ser amigas, todas se han de amar, todas se han de ayudar

Todo eso era nuevo para mí, ya que si bien había crecido en un ambiente de religiosidad gracias a mi dulce madre, nunca la había practicado con tanta constancia ni dándole tanta importancia. Pero la vida en comunidad con las monjitas era lo más hermoso de todo, el reverso de una medalla cuya odiosa realidad la experimenté a la semana de haber llegado cuando comenzó el ciclo escolar.

Las religiosas pertenecían a Compañía de Santa Teresa de Jesús y ese colegio había sido fundado para contribuir a la formación cristiana de la mujer. La idea era “formar a Cristo Jesús en los corazones y en la inteligencia, a través de la educación, de las futuras madres cristianas”. Todo eso sonaba muy bonito, pero en la práctica, al menos uncialmente para mí, era un simple colegio de señoritas ricas, con los mayores defectos de esa clase de personas y muy pocas virtudes.

Ese periodo inicial de mi vida en el colegio fue muy difícil. Convivir con esas jóvenes de familia adinerada era algo que me amargaba el hígado. No obstante, la vida con las religiosas me gustaba mucho. Ellas eran en verdad muy buenas y dulces conmigo. Me fueron enseñando muchas cosas prácticas que me ayudaban en la vida diaria, cosas tan sencillas como cocinar, bordar, cantar y, sobre todo, rezar. Gozaba mucho la pequeña capillita rodeada de divinos jardines. Ahí me sentí libre de todo y llena de amor.

Como comprenderán, casi no me llevaba con nadie. Era una especie de “apestada” que me delataba por el color moreno de mi piel y mi pobre uniforme, que eran ropas dejadas por antiguas alumnas como donación para la gente pobre. Claro, la gente pobre era yo. Pero de la animadversión y el desprecio, pasé pronto a la envidia y la admiración de mis compañeras cuando constataron que yo era el mejor promedio de toda la clase y que siempre estaba dispuesta a contestar las preguntas que efectuaban las maestras. Aunque no faltó un grupito de las más ricas que aumentaron su desprecio por mi persona, hubo también otras que comenzaron a buscarme para que les ayudara con las tareas y unas pocas que me ofrecieron su amistad sincera.

Fue ahí que descubrí a Carolina, una chica dulce y muy simpática que veía la vida a través de los poderosos espejos de riqueza con que su padre la había deslumbrado. Yo era la primera pobre que había conocido en su vida y se sentí entre admirada y divertida por ser mi amiga. Al principio desconfié de ella, pero poco a poco me fui dando cuenta de que era un alma inocente y noble que había sido secuestrada por el ambiente de opulencia de su familia.

Pase muchos ratos agradables con ella y su amistad rompió los diques de desdén con que otras compañeras me trataban. Yo era su protegida y nadie se metía conmigo para no contrariar a Carolina. No comprendí muy bien eso hasta que ella me invitó a comer a su casa. Al llegar, quedé profundamente impactada por la riqueza de su familia. Ella tenía a su disposición un coche último modelo con chofer y su cuarto era tan grande como la residencia completa de las religiosas. Sus padres casi nunca estaban en casa y me divertí mucho recorriendo y conociendo su enorme y lujoso hogar.

Mientras, la vida seguía corriendo y yo, enamorada del convento y con mi nueva amiga, ya no sentía ganas de ir a mi casa a ver a mi madre. La Madre Josefina se percató y me lo hizo ver. No debía descuidar a mi madre. Debo confesar que no le hice mucho caso. Varias veces en que salía para ir a mi casa, acababa yendo a pasar el fin de semana a casa de Carolina. Quien lo iba a decir, yo que despreciaba a las niñas ricas estaba disfrutando viviendo como ellas lo hacían.

Pero Dios sabe lo que hace. Ni por mis estudios ni por mi nueva amistad, deje de descuidar la recién descubierta vida espiritual que me ofrecía el convento. Gozaba haciendo mi oración en silencio en tanto la brisa entraba por las ventanas y me llenaba los pulmones del aroma de los árboles y de las flores. Cerraba los ojos y me abandonaba a esa sensación de amorosa entrega. Para mi cumpleaños, las monjitas me regalaron un muy hermoso cuadro en que se representaba el pasaje de las escrituras en que Jesús le pedía agua de beber a una samaritana. “Era uno de los cuadros favoritos de Santa Teresa”-me explicó la siempre sonriente madre María Jesús- “Ante esta imagen solía repetir: Señor, dame de beber para que no vuelva a tener sed”.

Andábamos a medio año de estudios cuando algo grave trastornó mi nueva vida. Carolina faltó un día a clases y, cuando regresó al día siguiente, estaba completamente trastornada. Su padre había sido detenido por la Policía Federal acusado de delitos muy graves. Su madre no sabía qué hacer. En pocas semanas la situación en casa de Carolina fue deteriorándose catastróficamente. La mamá tuvo que ir vendiendo las cosas que estaban a su nombre, ya que todo el dinero de las cuentas de banco había sido congelado por un juez federal. Pronto de quedó sin las cosas que tanto disfrutaba. El colmo fue cuando su mamá habló con las monjitas para saber si la podían recibir en el convento mientras intentaba arreglar la situación. Las madres dudaban en aceptar, más por motivos de índole jurídico que económico. Toda la atención de la prensa estaba sobre el padre de Carolina y lo que menos deseaban era meter escándalo en el convento.

Ofrecí compartir mi cuarto con ella y las religiosas deliberaron que la caridad cristiana estaba antes que nada, y accedieron. La pobre Carolina llegó con una pequeña maleta y con mil lágrimas en el rostro. Su mundo se había derrumbado en unos días. Pero la desgracia no paró ahí. Su madre fue misteriosamente asesinada. La prensa especuló que como advertencia para que su padre no hablara de más. Carolina estaba horrorizada. Una tía vino por ella a los pocos días. Todavía recuerdo el abrazo que me dio cuando nos despedimos. Cuando se fue, sentí que me arrancaban un pedazo de mi corazón. Esa fue la última vez que la vi, ya que no regresó a la escuela nunca más.

Fui a la capilla a llorar la desgracia de mi amiga. Una de las religiosas había dejado un separador asentado en la banca. Lo recogí para poder sentarme y no pude evitar leer la frase que decía: "No quiero que converses con los hombres sino con los ángeles".  Me quedé helada. Sentí como si Dios me hubiera dejado esa nota especialmente a mí como respuesta a mis reproches por los problemas de Carolina. Me quedé en silencio contemplando el Sagrario que, con su pequeña luz roja, parecía hacerme guiños de amor.

3.- DENTRO DE MÍ.

Aquellos meses fueron de intensa vida espiritual. La ausencia de amistades cercanas que ofuscaran mis sentidos humanos, abrieron una puerta en mi corazón y mi espíritu comenzó a buscar a Dios como el ciervo busca el agua en el bosque. Sentía que lo necesitaba, que era algo que iba más allá de mí y que me llevaba a alturas insospechadas del ser. En todo ese tiempo, no dejaba de leer los escritos de Santa Teresa ni de escudriñar en su vida, llena de anécdotas sencillas pero profundas. Y es que Santa Teresa era una mujer excepcional, bondadosa, de corazón tierno y noble y con una imaginación llena de ingenio. Pero, lo que más me atraía de ella, era su extraordinaria madurez de juicio su profunda intuición para ver la realidad de las situaciones que le rodeaban y de la gente con que trataba.

Sumergida en la búsqueda de la espiritualidad, asistía a clases como una rutina más de mi vida. Hacía semanas que no tenía noticias de Carolina, cuando un día, a principios del abril, llegó como vendaval la noticia de la muerte de mi querida amiga. El golpe fue demoledor para mi corazón, máxime que las religiosas quisieron en todo momento ocultarme la mala nueva. Carolina había muerto. Pero el hecho en sí no era tan grave como la forma en que había muerto: se había suicidado.

Eso fue para mí algo horrible. Pensar que aquella tierna niña había tirado su vida a la basura y había condenado su alma para toda la eternidad fue algo en verdad terrorífico para mí. Quedé bañada en llanto y no había poder humano que me consolara. Fui a la capilla a buscar algún consuelo divino pero sólo encontré un pavoroso silencio. Dios parecía haber enmudecido ante mi dolor. La frase de Santa Teresa, reproducida en letras de metal en la pared de la capilla, me llegaba al corazón como fecha envenenada: "Y tan alta vida espero que muero porque no muero". Carolina estaba muerta y, lo peor, su alma también lo estaba, perdida en los recovecos del averno.

Fueron meses infaustos para mí en que todo lo veía negro. Sentía que Dios, no sólo me había olvidado, si no que se burlaba de mi vida, de mi persona, de mis pobres sueños. Mi carácter se volvió reservado, oscuro, poco amigable. La madre Ana María, la risueña cocinera a la que siempre me ponían a ayudar, me sentenció un día en que me observó hacer malas caras a la perspectiva de pelar papas y lavar ollas. Me dijo con severa objetividad: “Si haces cruces de nada, vivirás crucificada” –y añadió sonriente- “Al menos eso decía Santa Teresa y mira que lo decía bien”. Su alegría me hacía obligatorio sonreír, ya que no era posible evitar su risa contagiosa y su espíritu dicharachero.

Cada vez que me veía triste, invariablemente me relataba la siguiente anécdota, que de tanto oírla llegué a dudar que fuera cierta: Un día, en tanto Santa Teresa limpiaba la capilla, se cayó y se fracturó el brazo. La Santa, en su dolor, miró al Sagrario y le preguntó al Divino Prisionero Eucarístico: “¿Por qué te portas así conmigo?” En su corazón escuchó una respuesta: "Teresa, así trato a mis amigos". La Santa le impugnó: “Por eso tienes tan pocos...” La madre Ana María lo contaba con tanta gracia, que no puedo negar que era imposible no escucharla una y otra vez, ya que la entonación que le daba a las palabras y la forma en que entornaba sus ojos, hacían que la experiencia fuera incomparable. Siempre terminaba la anécdota diciendo: “Date de buenas que somos amigas de Jesús, porque si fuéramos sus enemigas…” Y estallaba en sonoras carcajadas que le hacían saber a las demás religiosas que había contado nuevamente su anécdota favorita. Como Santa Teresa, la madre Ana María hacía del humor una postura ante la vida.

La vida sigue, y en mi caso la situación no era diferente. Casi sin darme cuenta, concluí mis estudios. Las perspectivas que se me abrían no eran muy atrayentes: regresar con mi madre a retomar mi vida laboral o intentar seguir una carrera, cosa por demás imposible dada nuestras necesidades económicas.  No obstante, había una tercera alternativa: seguir mi vida en el convento convirtiéndome en novicia y preparándome estudiando como maestra para luego hacer mis votos perpetuos de religiosa y seguir mi vida en esa hermosa comunidad religiosa.

Por supuesto que esa perspectiva emocionaba mucho a mi madre, aunque le dejaba una cierta tristeza el hecho de ya no tener la dicha de ser abuela. ¿Y yo? Pues no sabía que decisión tomar. Aunque me atraía poderosamente el convento y la vida religiosa, tenía cierto resquemor por todo lo que en el colegio había vivido entre esa numerosas señoritas de “buena familia” y amplias posibilidades económicas. Mi opción por la vida religiosa iba a implicar tener que lidiar el resto de mi vida con “niñas ricas”, algo que me repelía desde el fondo de mi alma. Pero, la sombra de mi amiga Carolina me hacía dudar… ¿pude haber hecho algo por ella? Y, ahora que estaba muerta en las dramáticas circunstancias, ¿servía de algo rezar por ella? ¿Estaría su alma perdida en los infiernos?

4.- FUERA DE MÍ.

La última noche que pasé en la comunidad antes de regresar a casa, dado que no había tomado ninguna decisión sobre mi permanencia en el convento, decidí quedarme a rezar toda la noche en la capilla delante del Santísimo Sacramento. Deseaba con todo mi corazón que Dios me hablara, que me dijera claramente cuál era su voluntad para mi vida. Así que, cuando todas las religiosas se acostaron a dormir, salí de mi habitación y me dirigí a la capilla. El silencio de la noche era en verdad impresionante. Parecía que los grillos y otros insectos nocturnos, se habían callado por alguna extraña razón.

El desasosiego en mi alma era grande. Tantos sentimientos encontrados, tantas dudas y, sobre todo, tantos temores me carcomían el corazón. Me arrodillé y comencé a rezar el rosario tratando de poner mi mente en blanco. Mis labios repetían sin cesar el “Dios te salve María…” en tanto los dedos de mis manos pasaban lentamente las cuentas. No se en que momento cerré los ojos y dormité por unos momentos. Cuando abrí los ojos asustada por mi descuido, me encontré arrodillada junto a un árbol dentro de un hermoso jardín a través del cual corría un riachuelo.

Parpadee varias veces pensando que estaba soñando, pero todo era muy real, desde la luz de la luna que me bañaba con su pálida luz, hasta los la suave brisa que me acariciaba el rostro y mecía dulcemente las ramas de los árboles. ¿Qué estaba pasando? Me repetí una y otra vez que era sólo un sueño, pero mis percepciones del mundo que me rodeaban eran tan reales, que no podía dejar de pellizcarme una y otra vez para confirmar que era cierto lo que me rodeaba. Recuerdo que me dije: “Debo estar soñando que me pellizco, esto no puede ser real”. Lentamente me incorporé y miré, entre asustada y sorprendida, en entorno tan bello. El ruido del agua corriendo por el riachuelo era tranquilizador y la noche lucía esplendorosa con la luna, como director de orquesta, dirigiendo las estrellas y la brisa.

Recuerdo que comencé a caminar sin rumbo fijo disfrutando la naturaleza. Llenaba de aire mis pulmones y sonreía. “Que sueño más bello es este”, me repetía una y otra vez. De pronto, escuché un susurro extraño que desentonaba con el bello ambiente que me rodeaba. Era como el ruido de unos cencerros que se dirigían hacia mí. A lo lejos, divise una sombra que se movía con dificultad. Algo dentro de mí me incitaba a acercarme a ella pese a que me da un enorme pavor. No sé cuánto tiempo tardamos en encontrarnos, pero recuerdo que no fue nada grato. Era un bulto envuelto en sábanas que apestaba horrorosamente. Cada vez que se movía, el sonido de cencerros se acrecentaba. Cuanto estuve muy cerca, se detuvo y con una voz desgarradora me suplicó que no me acercara más.

Por mi mente pasó el recuerdo de los leprosos en tiempos de Nuestro Señor Jesucristo. El “bulto” pareció leer mi mente y me dijo: “Si, soy como una leprosa, cubierta de podredumbres y llena de terribles yagas que me consumen”. Su lastimera voz se me hizo conocida. “¿Quién eres?”, me atreví a preguntar. Denotando un enorme sufrimiento me dijo: “Soy aquella por quien rezas todos los días…”. No puedo relatar el impacto que esas palabras produjeron en mi corazón. Fue como si un mazo lo hubiera golpeado. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Ella prosiguió: “Dios me ha dado permiso para verte y decirte que tus oraciones producen un enorme alivio en mi lastimoso estado…”. Las lágrimas seguían corriendo por mis mejillas sin control. Tuve que taparme la boca para no gritar de dolor.

Dios quiere que sepas que mi alma no se perdió. Cuando estaba en agonía, después de la equivocada decisión que tomé de quitarme la vida, Dios escuchó tus oraciones y me ha permitido quedarme en el nivel más bajo del purgatorio. Estoy muy cerca del infierno, pero no adentro. Sufro terriblemente pero tengo el enorme consuelo de que algún día me purificaré y lo podré ver”. Para ese entonces lloraba desconsoladamente sin poder contenerme. El espíritu de Carolina concluyó la conversación diciéndome: “Una de las pocas cosas buenas que hice en mi vida fue ser tu amiga. Gracias a ello no me perderé en el infierno” Y añadió antes de marcharse: “Gracias Elda por no dejar nunca de ser mi amiga…” Los cencerros sonaron estrepitosamente y el bulto pútrido se fue alejando hasta perderse en el horizonte. Yo caí de rodillas en medio de una crisis de llanto y perdí el conocimiento.

Cuando desperté la hermana Ana María me ponía paños fríos en la frente. Estaba acostada y temblaba por la calentura. Luego me contó que me habían encontrada en la capilla inconsciente y ardiendo de fiebre. Ella se había pasado toda la noche cuidándome. No obstante, como la fiebre no cedía, estaban pensando llevarme a una clínica. Le suplique que no lo hicieran, que lo único que necesitaba era un sacerdote. La reverenda Madre Superiora, Josefina de la Inmaculada, accedió pues vio mi desasosiego. Cuando llegó el Padre Jorge, supliqué nos dejaran solos para poder confesarme. El sacerdote escuchó mi relato de la visión que había tenido y me dio como penitencia que siguiera rezando por el alma de Carolina. Tan pronto me dio la absolución, la fiebre desapareció y me pude levantar de la cama como si nada hubiera pasado. Las hermanas estaban más que sorprendidas, máxime cuando le externé a la Madre Josefina que deseaba quedarme en la congregación. Fue un momento muy especial cuando ella me miró y me interrogó con su dulce mirada. Yo había tomado una decisión y nunca más la cambiaría.

Los años pasaron pero nunca olvidé el verdadero sentido de mi vida. Como Santa Teresa, fui repitiendo cada día: "La única razón que encuentro para vivir, es sufrir y eso es lo único que pido para mí". Y lo he hecho con amor, ofreciéndoselo todo a mi esposo Jesús por el bien de las almas. Y créanme que he constatado que así es, ya que hace unos días soñé a Carolina caminando radiante por un bello jardín en tanto me sonreía llena de luz y alegría.

Concluyo este relato que he escrito, por órdenes de mi Superiora, para que en algo sirva de enseñanza a las queridas hermanas que forman esta hermosa Congregación de la Compañía de Santa Teresa de Jesús, y para que nunca olviden que, como bien dijo nuestra inspirada santa: "Guardaos de oponeros al Espíritu Santo". No hay mayor felicidad que hacer la voluntad de Dios. Madre Elda.