Ojo enamorado

Ojo enamorado
En tu mirada

miércoles, 27 de mayo de 2009

RECUERDOS DE FE Cuentos Católicos

RECUERDOS DE FE

CUENTOS CATÓLICOS

Ernesto de la Fuente
elomnisciente@hotmail.com

Todos recibimos de nuestros padres una herencia. Cuando nacemos la traemos genéticamente incorporada a nuestros cuerpos; cuando nuestros padres mueren, nos la dejan. Con todo, la mejor herencia no son bienes tangibles.
Cuando mi madre Ligia Rosa murió, el presbítero Carlos de Jesús Heredia Cervera, amigo de la familia, celebró la misa de cuerpo presente. En su homilía, este hombre de Cristo nos dijo, a mis hermanos y a mí, que nuestra madre nos había dejado una gran herencia: la Fe.
Mi madre, al igual que su madre, mi abuela Sula Rosa, fue una mujer de fe profunda. Una fe que le fue probada más de una vez en el terrible crisol del dolor y el sufrimiento. No obstante, tanto mi abuela como mi madre murieron cobijadas en sus creencias religiosas, en su enorme devoción a María, la Madre de Jesucristo, y en su profundo amor a Jesús Eucaristía.
Es con base a esta hermosa herencia recibida que escribo estos cuentos católicos para rendirle un justo homenaje a la Fe que recibí en herencia.
Lo único que deseo a quien lea estos cuentos, es compartir esa herencia que recibí, que algo de ella se les impregne y que disfrute al leerlos de la misma forma en que yo gocé escribiéndolos. Es mi mayor anhelo.
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martes, 26 de mayo de 2009

LA ESPERA

Se sentó a esperar a la muerte.
Pero la muerte no llegó. Había arreglado todo lo que quedaba de su vida o, mejor dicho, todo lo que la vida le había dejado. Luego de 50 años, un marido huido y un hijo de 24 años muerto, ¿para qué demonios seguir viviendo día con día el martirio de los recuerdos perdidos?
Por eso se sentó a esperar a la muerte. Eso sí, dejó todo arreglado. Ninguna deuda, ningún problema. El testamento hecho, las cosas repartidas, el funeral pagado. ¿Qué demonios más faltaba sino que la enterraran?
Ya los gusanos estarían hambrientos esperándola. Por que eso sí, ella quería pudrirse en su ataúd. ¿Qué eran aquellas tonterías que cremarla? No, ella quería pudrirse, corromperse, como toda materia orgánica que existe sobre esta tierra.
La mecedora sonaba cada vez que se echaba para atrás. Una y otra vez se mecía esperando a la muerte.
Pero la muerte no llegaba.
Al principio pensó que algo no había entendido bien, pero luego de repasar una y otra vez las cosas, tuvo que reconocer que ese no era el motivo. El médico le había dicho que tenía cáncer, que no le quedaban más que tres meses de vida sino se sometía a una peligrosa operación para tratar de arrancarle el cangrejo negro del cuerpo y después recibía agresivos tratamientos de quimioterapia. Ella se negó. Su lógica había sido más que simple: “Si ya estoy muerta, ¿para que carajos prolongar mi agonía y causarle problemas a mis pocos familiares?”
Así que optó por dejar todas las cosas en orden y sentarse a esperar a la muerte. Pero la maldita muerte no llegaba. Es más, cada día que pasaba se sentía mejor.
Bueno, tenía que reconocer que nunca se había sentido mal, pero con eso de que “el cáncer no duele”, no le había dado mayor importancia.
Y ya habían pasado cinco meses. No le quedó de otra que levantarse de la mecedora y regresar con el médico.
El doctor la vio entrar como si se tratara de una aparecida. ¿Cómo demonios seguía viva si debería estar muerta?
Nuevamente la revisó, ni cobrar le quiso, le hizo todos los análisis habidos y por haber y, totalmente incrédulo, le volvió a repetir el mismo diagnóstico: era necesaria la operación y la quimioterapia. Y otra vez la sentencio a menos de dos meses de vida.
La mujer lo escuchó taciturna. No renegaba del diagnóstico, ni dudaba de los conocimientos médicos del galeno, pero ya le estaba hartando no morirse.
Así que nuevamente regresó a su mecedora a esperar a la muerte. Pero la muerte no llegaba y el hambre le estaba atornillando el estómago. No tenía dinero. Había renunciado a su trabajo y gastado sus ahorros en los preparativos para morirse. Así que decidió, más por cuestión práctica que por necesidad, ponerse a tejer en tanto se mecía y esperaba a la muerte.
Como le habían cortado la electricidad por falta de pago, sacó su mecedora a la puerta y ahí se sentaba por las mañanas a tejer ropa para bebe. La hacía con tanto cuidado y dedicación, que pronto fue asediada por las vecinas y otras mujeres más allá de su rumbo, que le pedían todo tipo de prendas para sus críos.
Los días fueron pasando, con ellos las semanas y los meses. Cuando los años la sorprendieron, ya tenía un taller de ropa para niños muy productivo y exitoso. Les daba trabajo a 23 mujeres y todo el día su casa estaba llena de actividad y vida.
Ya nunca regresó al doctor ni se metió a averiguar que demonios había hecho el cangrejo negro que la carcomía. Pero, de tarde en tarde, se sentaba en su mecedora a esperar algo, a alguien o lo inesperado. Pero lo único que le llegaba, puntualmente, era la nostalgia.
Ya era una anciana cuando, una tarde, recordó a quien esperaba y el por qué se sentaba en la mecedora en la puerta de su taller. Estaba por irse la administradora, su más fiel empleada, cuando aquella vieja mujer recibió la visita que tanto había anhelado. Pero no llegó como ella había creído.
La administradora contaría después, a la policía, que el auto negro subió a la acera y la atropelló, aplastando a la anciana y su mecedora contra la pared. Había muerto instantáneamente. Treinta años, tres meses y tres días después de que el doctor le había dicho que sólo le quedaban tres meses de vida sino se sometía a una peligrosa operación para extirparle el cáncer y a quimioterapia.
Se funeral fue magnífico. Sus 400 empleadas asistieron y la llenaron de bendiciones por haberles dado un trabajo y un sentido a sus vidas. Sus clientas la lloraron, nadie como ella para complacer todos sus caprichos.
No obstante, quien más lloró su muerte fue el médico que se la diagnóstico. Su hijo había sido el conductor del fatídico coche negro. No, el cáncer no la mató. Sus genes, sin querer, lo habían hecho.
Por eso dicen que no es bueno sentarse a esperar a la muerte. Porque la muerte no llega.
Es que la muerte es algo tímida, siempre le gusta llegar cuando no la esperan.

POR AMIGO

Elías miró el reloj. Algo se traía contra él porque no dejaba de observarlo. Los hombres de la tropa lo miraron. Desde la muerte de Felipe, el Sargento Elías ya no era el mismo. Aquella alegría, aquel don de sonreírle hasta el enemigo, se había ido entre las láminas de ataúd de metal del buen Felipe.
Miguel volteó a ver a los demás. No sabían cómo abordarlo, ni cómo decirle que en el ejército siempre se encontrará uno la muerte a la vuelta de la esquina. Al fin, fue Ramón el que decidió ir a sentarse con su oficial para tomar al toro por los cuernos.
- No este triste mi sargento –comenzó el buen Ramón en un cliché de película.
Elías lo miró sin ver e hizo una mueca que en otros tiempos hubiera sido una sonrisa.
-La muerte llega y hay que aceptarla –sentenció el soldado.
El sargento masculló unas palabras por lo bajo y volvió a llevarse la cerveza a la boca. Hacía el gesto mecánicamente, como quien taja un lápiz o toma un medicamento amargo.
-No se nos agüite mi sargento. A la tropa no le gusta verlo desconchinflado –remachó Ramón.
Elías movió la cabeza. Estaba en otro mundo. Miguel le hizo señas al soldado para que dejara en paz al sargento. El mal consolador se fue. Miguel se paró y le llevó una nueva cerveza al oficial perdido. Decidió intentar una nueva estrategia.
-¿No sabe dónde está Felipe? –le preguntó de sorpresa como si fuera nuevo en el cuartel.
Elías le clavó la mirada y musitó por lo bajo:
-Está muerto por mi culpa.
Miguel se fue para atrás. Había escuchado tonteras en su vida pero esa era cósmica.
-¡¡¡No la chingue mi sargento!!! –escupió indignado- ¡Felipe está muerto porque se metió a los trancazos con esa bola de idiotas del 1er batallón! ¡Usted no tiene la culpa de nada!
El sargento se incorporó como impulsado por un resorte, tiró la mesa con todos los envases encima y agarró a Miguel con brusquedad del uniforme en tanto le gritaba:
- ¡No me vengas a decir tu versión estúpida de la vida!
Y lo agarró a golpes. Toda la tropa tuvo que intervenir para detener al sargento. Miguel no metió las manos. Se sentía más que honrado que su oficial se la partiera con tal de que desahogara su tristeza.
Entre 8 hombres lo inmovilizaron pero el sargento no dejaba de convulsionar y gritar como poseído:
-¡¡¡Yo lo maté!!!



El doctor Ulises Cardenal miró a su paciente. Era un hombre por demás fornido. Un “hombre de a de veras”. Las lágrimas surcaban su rostro sin que un sólo sonido saliera de sus labios. El psiquiatra movió lentamente su pluma jugueteándola entre sus dedos.
- Y entonces don Elías ¿por qué dice que usted es culpable de la muerte del cabo Felipe?
Saliendo de su silencio, el hombrón le respondió secamente.
-Ya no era cabo. Renunció porque no le gustaba estar por encima de los demás hombres.
- Bueno, pero ese no es el punto, sino la culpabilidad que usted siente por las acciones de un soldado bajo su mando.
- Es que yo lo maté –sentenció brutalmente el sargento.
Ulises miró el reloj y optó por seguir la cita aunque el tiempo se había terminado.
-Bueno, le doy la razón: usted lo mató. Pero no me queda claro el motivo que lo llevó a hacerlo. Acláremelo por favor.
Elías lo miró un segundo confundido, pero después prosiguió con fluidez:
-Lo maté por no aplicar el reglamento.
Silencio quieto entre miradas que intercambian vacíos de información.
-Felipe vino a mí, doctor. Vino a mí y me suplicó que lo mandara una semana a la celda de castigo. Se me hizo la petición más absurda que soldado alguno me hubiera hecho.
Cardenal agarró el hilo de la madeja mental.
-Felipe necesitaba ir ahí. ¿Por qué?
El sargento Elías Trano bajó la mirada y se mordió los labios.
-Me dijo que estaba muy arrecho. Que los hombres del 1er batallón le estaban moliendo el hígado.
-¿Y por eso quería ir a la celda de castigo?
- Si –respondió secamente el atribulado hombre.
- Bueno, ¿y por qué no lo complació?
Las miradas se cruzaron nuevamente.
-¿Cómo iba a hacer eso?
Las lágrimas surcaron el rostro crispado del oficial.
-Él se lo estaba pidiendo. ¿Qué tenía de malo complacerlo? –planteó el médico.
Elías movió la cabeza una y otra vez.
-¿Cómo cree que lo iba a mandar a la celda de castigo? ... ¡¡¡Él era mi mejor amigo!!!...
El hombre se tapó las manos y los sollozos convulsionaron su pétreo cuerpo de rudo soldado, en tanto los ojos del eminente psiquiatra se llenaban del agua salada del corazón. “Si, la amistad también asesina...”

ICTERICIA ARBITRARIA

Toda ciudad evoluciona y Mérida no es la excepción. Ahora bien, lo deseable es que se evolucione para bien, no que involucione y regrese a tiempos obscuros en que las autoridades hacían lo que querían sin tomar en cuenta a sus gobernados. Porque estas no son épocas en que la ciudad estaba llena de baches y el único camino bien pavimentado era el que llevaba de la casa del alcalde al Palacio Municipal. Ni tampoco son aquellos tiempos en que a golpes se disolvían las manifestaciones de ciudadanos indignados por la pérdida de las aceras. Ni mucho menos es la era en que el gobernante en turno utilizaba a los trabajadores municipales como servicio doméstico.
Entonces, si todo eso ha sido dejado atrás, ¿por qué el respetable alcalde César Bojórquez Zapata ha permitido que el Jefe de la Policía Municipal, Francisco Calero Reyes, tome medidas arbitrarias sin consultar a quienes afecta? A las pruebas me remito. El miércoles 23 de abril le informamos públicamente al Presidente Municipal de Mérida, a través de Voces del Público, que la Policía Municipal perjudicaba enormemente poniendo conos que impedían el estacionamiento en la calle 55 entre 62 y 64. Y se le hacía saber que los vecinos del Centro Histórico tienen derecho a estacionar sus autos en la puerta de sus casas. Al día siguiente, como por arte de magia, los conos desaparecieron. Pero el Ing. Bojórquez actuó como los genios de la lámpara de los chistes: se quitaron los conos, pero toda la calle 55, desde la 64 hasta la 52, fue pintada de “amarillo”
Esta ictericia arbitraria afectó a todos, no sólo a los vecinos, sino también a aquellos que tienen la gracia o desgracia de trabajar en el centro (locutores de radio incluidos) y, especialmente, a aquellos comerciantes y empresarios que tienen sus negocios sobre dicha calle.
He estado al pendiente y en el Diario de Yucatán no he encontrado explicación alguna a dicha medida. Ni el Alcalde, ni el jefe de la Policía Municipal, han dicho ni pío al respecto. ¿Y el estudio de sustentabilidad para conocer el impacto de dicha medida entre los habitantes, trabajadores y comerciantes del Centro Histórico? ¿Y los estacionamientos alternos que el Ayuntamiento debe abrir o promover para apoyar la medida? ¿Y las entrevistas con los afectados para darles a conocer la medida y conciliar al respecto? ¿Y la rueda de prensa para dar a conocer las razones de pintar de amarillo toda una calle que de primaria no tiene ni el nombre? ¿Y los letreros con los horarios y días autorizados para poder estacionarse en ella?
No entiendo, se quiere que los autos no entren al Centro Histórico, pero se les dan facilidades para que lo hagan. ¿Es justo que se ignore a los ciudadanos? En otras ciudades como Guadalajara y Monterrey, los vecinos tienen derecho a estacionar en el frente de sus casas de 8 de la noche hasta temprano en la mañana. Se respetan sus derechos, no los atropellan arbitrariamente.
Ahora bien, si quieren volver la calle 55 primaria, que den opciones a quienes sobre ella viven. No se trata de cerrar por cerrar y que se aguanten los que no les gusta. No por algo don Emilio Cruz García (Voces del Público, domingo 4 de mayo) solicitó al Gobierno del Estado que intervenga. Se vulneran derechos.
Josefina, vecina de dicha calle, me dice que debemos resignarnos. Su hermana Dulce va más allá: cuando estaciona para bajar su compra del supermercado, no deja que los policías la intimiden. Les pide que la ayuden. Son servidores públicos ¿no? Su tía, doña Judith Pérez Romero, toda una institución musical en Yucatán, pasa las de Caín para visitarlas. ¿Y que decir de los hijos de doña Olda que tienen que pagar estacionamiento para visitar a su señora madre en la casa del creador de Lela y Chereque? “Es inútil –me dice doña Olda- ya nos quejamos y no nos hacen caso”. Ni que decir, por poner un ejemplo, del dueño de una fotografía ubicada en el mismo tramo que reseño (55 entre 64 y 62), sus clientes huyeron. ¿Y los dueños de los hoteles? Pues sufriendo que los huéspedes que llegan de fuera no pueden estacionar para bajar sus maletas.
Señor Alcalde, restringiendo la ciudad y tomando medidas arbitrarias no es como los meridanos queremos ser gobernados. Queremos que se nos tome en cuenta y que, si la medida es verdaderamente necesaria, que lo demuestre y se den alternativas para quienes por esos rumbos viven. Recuerde que el INAH suele ser muy restrictivo con los lugareños que deseen modificar sus fachadas para hacer sus cocheras. Con los de fuera no tanto.
Me da tristeza decirlo, pero como se ve que ni el Alcalde ni el Jefe de la Policía Municipal viven en el Centro Histórico. Estoy seguro que pensarían de otra manera si lo hicieran— Eduardo Ruz Hernández eduardoruzhernandez@gmail.com

CRONICA DE UN BRUTAL ASEDIO: MERIDA 1867

Mérida, la capital del Estado de Yucatán, es una singular ciudad sinónimo de paz y tranquilidad. En sus 452 años de fundada Mérida ha sido testigo de muchos hechos históricos interesantes y cruciales desde la llegada de Francisco de Montejo el Mozo en 1542, su fundador, hasta la reciente visita del Papa Juan Pablo II en agosto de 1993. Como ciudad epicentro de las actividades económicas, políticas y sociales, primero de toda la Península y después sólo del Estado de Yucatán, Mérida ha gozado, sufrido y padecido todo tipo de acontecimientos, tales como la ejecución pública del indígena rebelde Jacinto Canek el 14 de diciembre de 1761, o la memorable visita de la "Emperatriz" Carlota a Yucatán realizada del 22 de noviembre al 15 de diciembre de 1865.
Sin embargo, nada perturbó más su paz, ni destruyó tanto su tranquilidad, como el cruel sitio que sufrió a manos de las fuerzas republicanas comandadas por el entonces Coronel Manuel Cepeda Peraza, del 21 de abril al 15 de junio de 1867. Así es mi fino y curioso lector, la apacible ciudad de Mérida fue bárbaramente sitiada por 55 días. Los horrores de la guerra, el hambre, las enfermedades y la muerte, se sintieron con toda su crudeza en Mérida. No crea usted que le estoy hablando de Cuautla, Stalingrado o Sarajevo, por mencionar alguno de los sitios más cruentos de la historia, no. Pasó en Mérida y fue tan cierto y tan real que si usted hubiera vivido hace 127 años, no hubiera podido caminar tranquilamente sobre la calle 60 hacia la Plaza Grande para comprar un periódico.
¿Qué fue lo que pasó? Es lo que trataré de aclararle limpiando el polvo del pasado con la diestra escoba de la investigación, pero, para poder hacerlo, necesito que usted se ubique en Mérida y trate de transportarse junto conmigo en el tiempo. Vamos a presenciar un trágico capítulo de nuestra historia. ¿Listo? Agárrese de mis palabras y no pierda el hilo de las mismas porque puede perderse en los obscuros laberintos de la historia, de donde nadie jamás podría rescatarlo...

PRENDE EL FUEGO DE LA GUERRA

Año de 1867. Todo México se sacude vigorosamente el yugo del efímero Imperio de Maximiliano. Las tropas francesas se han embarcado de regreso a su país y las fuerzas republicanas se movilizan acaudilladas por el Presidente Lic. D. Benito Juárez García. El jueves 17 de enero de 1867, antes que los primeros rayos del sol asesinaran la oscuridad de la noche, un solitario jinete, ligeramente embozado, salió de la ciudad de Mérida. Los pocos que lo vieron salir no se fijaron muy bien de él, pero hubo quien dijo que era un señor que vendía jaulas para pájaros en la esquina conocida con el nombre de la "Punta del Diamante", en una casa situada en el cruzamiento de las calles 64 y 75 del barrio de San Sebastián. Lo que si fue obvio, es que el misterioso jinete eludió a los guardias que cuidaban la salida de la ciudad, perdiéndose por misteriosas veredas que solamente podía conocer un experimentado guerrero. El fiero león republicano Manuel Cepeda Peraza, que había vivido como cordero entre sus enemigos imperialistas, había escapado de la jaula...
Pocos días después los rumores de la guerra republicana contra el Imperio fueron llegando a Mérida. Cepeda Peraza se movía como un huracán por todo Yucatán y a su paso se estremecían las fuerzas imperiales. Tres meses después, el domingo 21 de abril de 1867, Cepeda Peraza ocupó las plazas de Mejorada y San Cristóbal, estableciendo su Cuartel General en la casa particular de doña Tomasa Pacheco, situada en el lado Sur de la plaza de la Mejorada, sobre la calle 59. Los graves y pausados clamores de la campana mayor de Catedral anunciaron a los habitantes de Mérida que el sitio de la ciudad había comenzado por el Oriente.
El Comisario Imperial, Ing. José Salazar Ilarregui, declaró la ciudad en Estado de Sitio el lunes 22 de abril, asumiendo todos los poderes como Supremo Jefe Militar. La gente, asustada por la presencia de importantes tropas tanto imperiales como republicanas, se refugió en sus casas cerrándolas a piedra y lodo, no sin antes abastecerse de provisiones de boca y jarro.
¿Cómo era Mérida en 1867 cuando fue sitiada? La ciudad se extendía principalmente alrededor de la Plaza Grande y hacia el oriente y sur de la misma, y tenía una importante población de 30 mil habitantes. Las familias más pudientes generalmente vivían en el centro de la ciudad y su lugar de distracción y recreo era la Alameda o Calle Ancha del Bazar, situada en la calle 65 entre 54 y 56. La clase media vivía usualmente en los suburbios de San Cristóbal, Mejorada y Santa Ana, y en los demás vivía la gente de escasos recursos.
Las casas de mampostería estaban construidas en el centro y en las calles reales de la ciudad, es decir, en aquellas que conducían a los caminos de Sisal, Campeche, Izamal, etc. Abundaban los solares yermos y las chozas de paja. La ciudad estaba delimitada por las plazas de Santa Ana, Santiago, San Sebastián, San Cristóbal y Mejorada.
Todavía existía la Ciudadela de San Benito, la cual se encontraba en poder de las fuerzas imperiales. Este importante bastión ofrecía una magnífica posición estratégica debido a que estaba edificado a 25 metros sobre el suelo de la ciudad, por lo que desde ahí se dominaba perfectamente todo el perímetro de la población. Su ubicación era más o menos la siguiente: al Norte llegaba a la calle 65, inclusive hasta donde está la Oficina de Correos; al Oriente hasta donde está el antiguo Portal de la Pescadería; por el Sur rebasaba la actual calle 69, que no existía en ese tramo, y por el Poniente hasta cerca de los Portales de Granos.
¿Dónde cree usted que estaba instalado el Comisariato Imperial y por ende el Cuartel General de las fuerzas del Imperio? Nunca se lo habría imaginado: en el edificio situado en el cruzamiento de las calles 60 por 57, que hoy es la sede de la Universidad Autónoma de Yucatán.

SE CIERRA EL CERCO

Desde el bastión imperialista de San Benito se abrió fuego de artillería pesada contra el contingente republicano y su Cuartel General, situados en la plaza de Mejorada, causando los primeros muertos de la contienda y los primeros destrozos en la ciudad. La torre derecha de la Iglesia del Carmen de Mejorada recibió tantos impactos al cabo de los días, que se derrumbó. Una granada cayó tan cerca del Gral. Cepeda Peraza, que un pedazo de metralla le atravesó los pantalones a la altura del muslo al Lic. Luis Gómez, quien estaba conversando con él. Tuvo tan buena suerte que no sufrió más heridas que el terrible susto que se llevó y el agujero en el pantalón.
Diariamente, en la mañana y en la tarde, tronaban los cañones imperialistas de San Benito, pero los republicanos emplazaron su mortífero fuego en contra del baluarte imperialista con buenos resultados. Las salidas que hacían los sitiados provocaban combates de fusilería entre ambos bandos, que degeneraban en luchas cuerpo a cuerpo y cargas a bayoneta calada, mortal arma blanca muy usada en esos reñidos encuentros que sucedieron durante el sitio.
El Coronel José Apolinar Cepeda Peraza, por los días en que se iniciaba el sitio, tomó el puerto de Sisal, no obstante la feroz resistencia de la guarnición imperial y las numerosas bajas que tuvo, apoderándose de tres piezas de artillería, fusiles y municiones de guerra. Tan pronto aseguró la plaza de Sisal, se encaminó presuroso a Mérida donde estableció su campamento en la plaza de Santiago, cerrando así el sitio por el Poniente. Otro Coronel republicano, Manuel Fuentes, estableció el frente en el Sur de la ciudad, en la Ermita de Santa Isabel, desde donde dominaba la plaza de San Sebastián. El cerco se cerraba aún más para Mérida.
Le quedaba por cerrar a los sitiadores el frente Norte, o sea, la plaza de Santa Ana, que estaba ocupada por una columna imperialista al mando del Coronel Marcelino Villafaña, quien protegía de esta forma la introducción de víveres y armamento a la ciudad. Cepeda Peraza en persona, al mando de tres columnas, atacó a Villafaña el sábado 4 de mayo de 1867, en uno de los combates más terribles y sangrientos del sitio, obligándole a desamparar la plaza y a retirarse al centro de Mérida. Cayeron en poder de Cepeda fusiles, parque y prisioneros, entre ellos el Capitán Loreto Carrillo, quien al calor de la lucha y la pasión partidista estuvo a punto de ser fusilado, habiendo pedido él mismo comandar su pelotón de fusilamiento, satisfacción que no se le pudo dar porque el Lic. Yanuario Manzanilla evitó tan inútil como heroico sacrificio. Los cuatro puntos cardinales de Mérida estaban tomados, el cerco se había cerrado, sólo quedaba esperar.

ENCERRADOS CON LA MUERTE

Por las noches, según nos relata Luis Hernán Espinosa Sierra en un interesante artículo titulado "El primer centenario del sitio de Mérida" publicado en la Revista de la U.D.Y., para levantar el ánimo del vecindario y de la tropa, las bandas de música de los batallones acampados en Mejorada y San Cristóbal, tocaban las mejores piezas de su repertorio, siendo muy aplaudidas por el público asistente que así se olvidaba de sus tribulaciones, de los horrores de la guerra que padecían en su propia ciudad, y de las efervescencias políticas que habían dividido a Yucatán; porque hay que hacer notar que eran tantos los yucatecos que apoyaban al Imperio, los artesanos por ejemplo, como los que favorecían a la República. Al finalizar cada ejecución musical las vivas a la República tronaban en el aire, en tanto los cañones de San Benito disparaban en medio de la obscuridad tratando inútilmente de acallar el entusiasmo de los partidarios de la República.
Tétricas noches aquellas de música y gritos de entusiasmo entre el hambre y la miseria de los sitiados habitantes de Mérida. Y es que la draconiana resolución del Coronel Manuel Cepeda Peraza de no permitir la entrada de víveres a Mérida, ni la salida de las familias, hizo el sitio cada día más terrible. Juan Francisco Molina Solís, en su Historia de Yucatán, nos narra que la carencia de alimentos era tan extrema que se comían diariamente perros para poder subsistir. El comercio estaba agotado y las provisiones eran muy escasas, así como los pertrechos de guerra. No obstante, los combatientes permanecían firmes en su puesto. El cansancio, las heridas y el hambre, agotaban las fuerzas y, durante los 55 días que duró el sitio, hubo incesante fuego de fusilería y artillería por ambas partes; las balas eran tan nutridas en las calles que se hacía imposible sepultar a los muertos, aunque muchos pudieron, a costa de otras vidas, ser sepultados en la manzana de la iglesia de El Jesús.
La ocupación de la ciudad por parte de los republicanos se hizo lentamente. Los soldados horadaban las paredes de las casas para avanzar, para así evitar el inútil derramamiento de sangre que hubiera resultado si avanzaban por las calles al descubierto. Estas horadaciones daban lugar a sangrientos y rabiosos combates cuerpo a cuerpo, así como también a saqueos, robos y demás actos violentos que acompañan todo avance de soldados en guerra. Pero los partidarios del Imperio, alertados ante esta singular forma de avance, vigilaban estrechamente las esquinas para abrir fuego apenas vieran pasar de una acera a otra al enemigo. A pesar de las pérdidas en hombres, los republicanos pudieron avanzar hacia el centro de Mérida.
En Santa Lucía, como era un lugar despejado por la plazuela y la Iglesia, se trabó un sangriento combate luchando hasta en lo que hoy es el hermoso parque. La artillería republicana desalojó a los defensores imperiales de las azoteas y del templo, no sin un trágico saldo de vidas humanas sacrificadas en aras de la violencia inútil. Las fuerzas republicanas que venían de Mejorada llegaron hasta el parque Hidalgo, a pesar del intenso fuego enemigo que recibían desde las torres del templo de El Jesús o Tercera Orden. Pero ya no pudieron avanzar más porque el edificio del Comisariato, erigido en 1711, era inexpugnable.

EL PRINCIPIO DEL FIN

Entre tanto ocurrían estos combates, las fuerzas republicanas del barrio de Santiago, al mando del Coronel José Apolinar Cepeda, llegaron hasta el hoy desaparecido templo de Jesús María, situado en la calle 59 entre 64 y 62. Es importante hacer un paréntesis para decir que la Iglesia Católica fue despojada de este hermoso templo por el gobierno del general sonorense Salvador Alvarado, quien lo convirtió, ironía de ironías, en Templo Masónico. Posteriormente se demolió y el terreno, de propiedad nacional, fue destinado por cesión de la Secretaría de Gobernación al Gobierno de Yucatán, para que se levantase allí un Teatro Municipal. Finalmente, para cerrar esta interminable cadena de infamias, el municipio meridano vendió el predio a un propietario particular, quien lo convirtió en estacionamiento, uso que hasta el día de hoy conserva.
Pues bien, el templo de Jesús María cayó en poder de los republicanos después de rabiosos combates, saliendo herido el Coronel Apolinar Cepeda Peraza y don Ricardo Molina, quien por desgracia vivía a espaldas de dicha Iglesia. Desde esta nueva posición se atacó la sede del Comisariato, recibiendo en respuesta un fuerte ataque que causó fuertes bajas en uno y otro bando.
La lucha era tenaz en todos los frentes: San Cristóbal, Mejorada, Santa Lucía, Jesús María, San Juan, etc. Los imperialistas conservaban las alturas de la Iglesia de El Jesús, el Comisariato, el Ayuntamiento, la Ciudadela de San Benito, etc., o sea, el mero centro de la ciudad.
El Coronel Francisco Cantón, leal imperialista, organizó en Valladolid y Tizimín una fuerza militar con la idea de levantar el sitio y dispersar a los sitiadores, por lo que marchó hacia Mérida librando varios combates en el camino. El martes 4 de junio Cantón llegó a Mérida y penetró por la fábrica de tejidos "La Constancia", sorprendiendo algunas trincheras del campamento republicano de San Cristóbal. Se dice que Cantón pensaba hostigar la retaguardia de las fuerzas sitiadoras, pero que la orden terminante del Comisario Imperial Salazar Ilarregui lo hizo forzar el frente republicano y entrar a Mérida, aunque esta acción le causó un gran número de bajas porque al entrar quedó expuesto bajo dos fuegos.
Una vez bajo los resguardos de la Ciudadela de San Benito, el Coronel Cantón salió nuevamente al combate con miras de dispersar a los republicanos. La contienda fue formidable, nos dice Juan F. Molina Solís, y se prolongó hasta la una de la tarde con pérdidas de importancia. Tres veces estuvieron los imperialistas a punto de triunfar en la batalla librada en el campamento de San Cristóbal, pero al final se tuvieron que replegar a San Benito. Fue la señal de su fin. En la noche de ese mismo día 4 de junio llegó la columna republicana del Coronel Manuel Rodríguez Solís y ocupó la plaza de San Juan Bautista, con orden de extender sus trincheras hasta ponerse en contacto con los otros campamentos de Santiago y San Cristóbal, para dejar así circunvalado el centro de la ciudad. Se estrechó aún más el cerco para no permitir la entrada de víveres ni la salida de las familias. Mérida se rendiría por hambre.

CONCLUYE LA AGONIA

El asedio tomaba proporciones alarmantes y día a día se estrechaba aún más. Agotados los medios de vida, el hambre había entrado como invitada indeseable a los hogares de los meridanos atrapados en la contienda. La gente estaba cansada de vivir en continuo peligro, en medio de tropas que sin interrupción se batían, penetrando a las casas particulares por agujeros en las paredes para convertirlas en posiciones ofensivas y defensivas. La situación ya estaba llegando al límite. El Gral. Felipe Navarrete recibió instrucciones del Comisario Imperial Salazar Ilarregui para proponer la capitulación. Tal vez ya le habían llegado las noticias de la caída de Querétaro y la prisión de Maximiliano, ocurridas el 15 de mayo.
El viernes 14 de junio de 1867, a las 8 de la mañana, don Ramón Juanes Patrulló, vicecónsul americano, y don Donaciano García Rejón se presentaron en el campamento republicano con un mensaje del Gral Navarrete y la misión de promover un armisticio. Cepeda Peraza rehusó oír sus proposiciones por venir del Gral. Navarrete, limitándose a informarles que él sólo trataría directamente con el Comisario Imperial. Parecía que la paz no era posible, pero a las 7 de la noche de ese mismo día se presentó nuevamente don Donaciano García Rejón acompañado esta vez por el Coronel Daniel Traconis, con plena autorización del Comisario Imperial para proponer los términos de la capitulación de la plaza de Mérida. Cepeda nombró al Coronel Miguel Castellanos Sánchez y al Lic. Yanuario Manzanilla para conferenciar con los mensajeros del Imperio. A Cepeda Peraza no le parecieron las propuestas imperialistas, así que convocó un Consejo de Jefes y Oficiales y, después de escucharlos, les dio a conocer a los comisionados enemigos su única y definitiva propuesta.
A las 4 de la mañana del sábado 15 de junio de 1867, García Rejón y Traconis regresaron al campamento republicano con la debida autorización para aceptar las condiciones impuestas por Cepeda. El Acta de Capitulación acordaba respetar la vida y la libertad de todos los militares y civiles que hubieran defendido la causa del Imperio, conceder pasaporte a los Jefes y Oficiales para salir al extranjero, así como al Comisario Imperial Salazar Ilarregui. Suscrita la Capitulación por los comisionados de ambas partes, fue ratificada por Salazar Ilarregui y Cepeda Peraza. Se recibió el armamento y parque de los partidarios del Imperio, y se rindió la plaza en medio de un impresionante silencio. Mérida no había pasado nunca por prueba semejante.
El Gobernador de Campeche Pablo García, al saber que se le había concedido un pasaporte para Nueva York al Comisario Salazar Ilarregui, exigió que le fuera entregado para fusilarlo como traidor a la patria, enviando una cuadrilla militar a Sisal para impedir que embarcara. Cepeda Peraza se negó a complacer las pretensiones de García, manifestando que él había dado su palabra de honor en la Capitulación que aseguraba la vida y la libertad de Salazar Ilarregui, y que en caso de insistir en su arbitraria petición, él mismo se encargaría de velar por su buen embarque. Ante la firmeza de Cepeda Peraza, Pablo García desistió.

REMATANDO EL IMPERIO

El ex Comisario Imperial Salazar Ilarregui embarcó sin ningún contratiempo con destino a Nueva York, en tanto que sus Oficiales lo hicieron con destino a La Habana. Los republicanos habían hecho honor a la tradición caballerosa de su doctrina, y le pagaron con la misma moneda a Salazar Ilarregui, ya que él fue quien les había levantado el destierro a los republicanos cuando tomó posesión de su cargo de Comisario Imperial el 4 de septiembre de 1864.
El sitio de Mérida duró 55 días, durante los cuales muchas vidas de uno y otro bando fueron segadas. Se calcula que hubo unos 1,500 muertos. El 16 de junio Cepeda Peraza hizo su entrada triunfal a Mérida entre ruinas y escombros, y en medio de repiques de campanas y demostraciones de júbilo popular. Sin embargo, la ciudad ofrecía un aspecto lúgubre y funesto: las casas cerradas, las calles solitarias, tristes, desoladas, e innumerables heridos yacían en los hospitales esperando recibir asistencia médica. Fue necesario que transcurriese algún tiempo para que la sociedad volviese a su vida normal.
La ciudad había sufrido infinitos deterioros y la destrucción de numerosos edificios, entre ellos los templos de Jesús María y Mejorada, que habían sido el blanco de la artillería de ambos combatientes y que señalaban con sus pavorosas ruinas la dureza y prolongación de la guerra. En el interior de las casas reinaba la desolación y la miseria más espantosas, causadas por tan largas privaciones. Las horadaciones a través de las casas habían llevado, como consecuencia irremediable, robos, saqueos y ruina. Una guerra semejante jamás se había visto en Yucatán.
Cuatro días después de la capitulación de Mérida, el miércoles 19 de junio de 1867, la sangre de Maximiliano, Miguel Miramón y Tomás Mejía teñía de rojo el Cerro de las Campanas de Querétaro. El Imperio había sido ahogado en su propia sangre. El Coronel Manuel Cepeda Peraza fue elevado por el Presidente Juárez al grado de General de Brigada, y con este carácter estuvo gobernando hasta que fue nombrado Gobernador Constitucional de Yucatán.
127 años después no queda vivo ninguno de los participantes del sitio de Mérida, pero sus descendientes siguen caminando por las calles de la ciudad. Tal vez ellos ignoran que hace 127 años sus ascendientes tuvieron que pagar un precio de sangre y muerte por ir del parque de Santa Lucía a la Iglesia de El Jesús. Que este artículo les sirva pues de recordatorio.

¿DÓNDE QUEDARON LOS RESTOS DEL GENERAL?

Revisando una antigua revista universitaria yucateca, ORBE, me encontré un interesante artículo escrito por Rina Enriqueta Vadillo Gutiérrez, una estudiante de esa época, 1940, que escribió una bien documentada biografía del General Manuel Cepeda Peraza. Al leerla, se me vinieron a la mente muchos gratos recuerdos y también el amargo sabor de saber que tan heroico General estuviera perdido. Si, tal y como usted, mi curioso y simpático lector, lee, Cepeda Peraza está perdido. Año con año los tres poderes del estado de Yucatán y las más altas autoridades universitarias, se reúnen en el día de su muerte, 3 de marzo, para rendirle un homenaje a los pies de su estatua. Las más altas autoridades repiten este ritual cívico, año tras año, para nunca olvidar a tan egregio patriota. Pero nadie sabe, no se tiene ni la más remota idea, que este General tan venerado y respetado en Yucatán está completamente perdido. Y lo escribo con todo el sentido que conllevan éstas palabras. "¿Cómo puede ser esto?", se preguntar usted, caro aficionado a la historia de nuestros héroes ilustres. Pues muy sencillo: nadie sabe donde quedaron los restos mortales del General Don Manuel Cepeda Peraza. Se le rinde homenaje a una fría estatua que se eleva imponente en un pedestal, pero los despojos mortales, los retos áridos, el esqueleto de tan gran hombre, yace perdido en la sórdida negrura de la historia. Se le rinden honores a una estatua vacía, porque no se tuvo el cuidado de preservar sus restos...
Pero demos una breve repasada a su fructífera vida para poder entender mejor la grandeza de este héroe de nuestra patria chica.

YUCATECO CIEN POR CIENTO

Si hay algo que nos queda muy claro, es que ningún héroe es digno de mayor admiración en todo Yucatán que el General Manuel Cepeda Peraza. Yucateco de pura cepa, Cepeda Peraza nació el 19 de enero de 1828 en una casa situada al poniente de la Iglesia de Santiago en Mérida. Fueron sus padres don Andrés Cepeda y doña Narcisa Peraza. Tuvo cinco hermanos: Andrés, José Apolinar, Eutemia, Pilar y María del Carmen. ¿En que radica la grandeza de este hombre? Pues bien, en que don Manuel Cepeda Peraza fue uno de los más grandes defensores de la libertad y la república, además del ser el fundador del Instituto Literario, abuelo de la actual Universidad Autónoma de Yucatán. Porque en Yucatán, en esos tiempos, la educación media y superior estaba exclusivamente en manos del clero y se tenía que estudiar en el Seminario Conciliar de San Ildefonso, único plantel de enseñanza media superior, para luego estudiar las 3 únicas carreras que existían en ese tiempo: Sacerdote, Abogado o Médico. Cepeda Peraza optó por una cuarta: Soldado.
Y aunque Cepeda Peraza realizó otras importantes obras y servicios a la patria, nada lo ha hecho alcanzar más la gloria como el hecho de haber fundado esa escuela. Porque, le diré, Cepeda Peraza luchó por la defensa del sistema republicano y federal desde que era muy joven, entró a los 16 años a la Guardia Nacional, cuando el 15 de septiembre de 1853 secundó el levantamiento de Sebastián Molas que se levantó en armas contra la dictadura del General Antonio López de Santa Anna. Derrotados, Cepeda Peraza tuvo que huir, primero a Belice y después a Nuevo Orleans, salvando su vida por un pelo cuando ya tenía precio su cabeza: 500 pesos por entregarlo vivo o muerto. Molas no tuvo tanta suerte y fue ignominiosamente fusilado.
En los Estados Unidos de Norteamérica conoció a don Benito Juárez que estaba también en el destierro, y después luchó con las fuerzas republicanas en los estados del norte. El entonces Capitán Ignacio Zaragoza, quien años más tarde se cubriría de gloria en la famosa batalla de Puebla, escribió de Cepeda Peraza: "... manifestó un valor y serenidad que admiraban a todo el Ejército Libertador, que siempre le veía en los puntos más peligrosos recorriendo constantemente la línea con laudable actividad y celo, estas circunstancias unidas a las cualidades de su bello carácter y delicada educación, lo han hecho acreedor al aprecio de todos los Nuevo Leoneses y muy particularmente al de aquellos que tuvimos el honor de militar a sus órdenes..."
Volvió Cepeda Peraza a su tierra y años más tarde luchó denodadamente por impedir que el imperio francés se abatiera sobre Yucatán. Derrotado en 1864, sufrió un breve destierro en la isla de Cozumel y después recibió permiso de vivir en Mérida. Un fiero león tenía que vivir como cordero entre sus enemigos. Dedicado a confeccionar jaulas para pájaros para ganarse el sustento, Cepeda Peraza vivía en el barrio de San Sebastián, en una casa situada en el cruzamiento de las calles 64 y 75, esquina conocida con el nombre de la "Punta del Diamante". De ahí se escaparía para acaudillar el movimiento libertador que restauró la república en nuestra península. Luego de un sitio de 56 días, que costó 1,500 muertos, la ciudad de Mérida cayó en sus manos el 15 de junio de 1867. Un mes después, el 18 de julio, decreta la creación del Instituto Literario del Estado, que el 15 de agosto abrió sus puertas teniendo a don Olegario Molina Solís como su primer director. Verificadas las elecciones, las gana y asume la gubernatura en medio de mil dificultades. Pero no por ello se olvidó de la cultura, y en ese mismo año de 1868 fundó la Biblioteca que después llevaría su nombre (actualmente está situada en el cruzamiento de las calles 62 y 55).
Hombre recto e inteligente, murió a los 41 años de edad el 3 de marzo de 1869; y aunque era Gobernador, justo es confesar que murió como termina todo hombre honrado: en la pobreza. La causa de su muerte fue una tuberculosis laríngea.

UNA GRAN VIRTUD

Ninguna virtud resalta tanto en el General Manuel Cepeda Peraza como la obediencia. Un aspecto de su vida que a mí me impactó, fue la exclaustración de las Monjas Concepcionistas de su Convento de Mérida. Resulta que Cepeda Peraza tuvo que llevar a la práctica las Leyes de Reforma decretadas por don Benito Juárez. Para tal efecto, el 8 de octubre de 1867 expidió una orden recordando que el 12 del mismo mes vencía el plazo que la ley del 26 de febrero de 1863 señalaba para la clausura del Convento de Madres Concepcionistas, determinando que el gobierno se hiciera cargo del edificio. La sociedad yucateca puso el grito en el cielo, ya que la mayoría de las religiosas eran personas de edad, casi ancianas, y sacarlas de su Convento era como arrojarlas a la miseria. Lo más curioso del asunto, mi fino y culto lector, es que se encabezó un movimiento para impedir que dicha orden se llevar a cabo. Se le escribió a don Benito Juárez invocando razones de humanidad, solicitando clemencia, para que aquellas pobres mujeres no fueran echadas a la calle. Eran unas religiosas que no le hacían daño a nadie, ¿para qué quitarles su casa y la única forma en que sabían vivir? ¿Y quién cree usted que encabezaba dicho movimiento? Pues ni más ni menos que doña Pascuala Argüelles y Medina, esposa del General Manuel Cepeda Peraza. Se había casado con ella el 21 de febrero de 1852 en Motul. Sólo tuvieron un hijo, Manuel, el cual falleció a los 4 años de edad a consecuencia de la tosferina. Patético, por no decir dramático, debió ser para el General Cepeda tener que enfrentarse a su propia esposa, pero no por ello claudicó. Órdenes son órdenes y Cepeda Peraza se mantuvo firme en su cumplimiento, aunque no podemos dejar de mencionar que no fue indiferente al destino de las Monjas exclaustradas, ya que expidió una Orden por la que asignaba dos mil pesos a cada una de dichas religiosas, aunque la dote que hubiesen dado al Convento no hubiese ascendido a tal cantidad. ¡Qué rectitud en el cumplimiento del deber! Definitivamente que el General Cepeda tenía la obediencia de un Santo, aunque no estemos muy de acuerdo en esta acción liberal.

LIBERAL Y CREYENTE

Pero como a todos los mortales, la hora de su muerte llegó, y a los 26 minutos del día 3 de marzo de 1869, falleció el General Manuel Cepeda Peraza. Tenía solamente 41 años. Yucatán se vistió de luto y sus restos recibieron muy sentidos homenajes. Primero en la casa mortuoria, marcada hoy con el número 505 de la calle 59, después en el Instituto Literario del Estado, que él había fundado, y después en el Palacio de Gobierno, ya que murió siendo el Gobernador Constitucional. Terminados estos homenajes, el viernes 5 de marzo, su cadáver fue trasladado a la Santa Iglesia Catedral. Como bien nos explica Rina Enriqueta Vadillo Gutiérrez, quien era pariente de la esposa del General, llevaron sus restos a la Catedral porque Cepeda Peraza era Católico. ¡Qué interesante! Un católico republicano y liberal que, obedeciendo órdenes, tuvo que exclaustrar a las religiosas concepcionistas. Mi admiración crece aún más por este guerrero. Luego de que la Iglesia le rindiera los últimos honores, el General Cepeda fue enterrado en el Cementerio General. En el lugar donde fue sepultado se levantó un monumento con la siguiente inscripción: "C. GENERAL MANUEL CEPEDA PERAZA. Falleció el 3 de marzo de 1869. Dedica esta memoria su esposa Pascuala Argüelles de Cepeda".
El 26 de abril de 1869 fue declarado "Benemérito del Estado", y su nombre se mandó inscribir con letras de oro en el salón de sesiones del Congreso del Estado, declarándose día de duelo el 3 de marzo de cada año. Un año después de su muerte, el Lic. Manuel Cirerol diría en un homenaje frente a su tumba: "Morir como tú es una inmensa dicha, porque es vivir para siempre en la memoria de todas las generaciones".
El 27 de mayo de 1870 el Gobierno del Estado concedió a la señora Pascuala Argüelles Viuda de Cepeda, la propiedad del sepulcro que guardaba los despojos mortales de su amado esposo, y el terreno que ocupaba en el Cementerio General de Mérida.

HISTORIA DE UNA INFAMIA

A los cinco años de haber sido enterrado el cadáver del General Cepeda Peraza, nos cuenta Vadillo Gutiérrez, comenzó a correr el rumor de que los adictos al Imperio pretendían sacarlo de su tumba para arrastrar su cadáver por las calles de la ciudad. Ante tan alarmante rumor, su viuda se entrevistó con el Coronel Manuel Fuentes, su compadre, para que éste gestionara que a escondidas fuera extraído el cadáver de su esposo para trasladarlo a otro lugar más seguro, a fin de evitar que se consumara cualquier atentado contra su memoria.
Extraído el cadáver a escondidas y de noche, fue trasladado inmediatamente a la Capilla de San José, en la Santa Iglesia Catedral, donde se le dio nueva sepultura. Ahí, una lápida de mármol de 63.5 por 43 centímetros resguardó sus restos por muchos años.
Cuarenta y siete años después de su muerte, en 1916, el General sinaloense Salvador Alvarado, quien importó la Revolución a Yucatán, mandó destruir la Capilla de San José para abrir el llamado "Pasaje de la Revolución" (entre la Catedral de Mérida y el Ateneo Peninsular, que antes era la sede del Obispado). En las excavaciones que se hicieron se encontraron numerosos huesos que fueron depositados en barriles para ser llevados a tirar, como si de basura se tratara, a las afueras de la ciudad. Y no hay duda de que entre éstos se encontraban los restos del general Cepeda Peraza, pues hasta el día de hoy se ignora por completo donde reposan los despojos mortales de tan célebre General.
Pero, ¿es que nadie hizo nada por evitar tan sacrílega barbarie? - se preguntará usted visiblemente escandalizado - ¿Nadie impidió que los restos del Benemérito del Estado fueran tirados a la basura? ¿Tan ingratos somos los yucatecos? No, mi escandalizado lector, sí hubo alguien que lo hiciera. Los doctores Domingo Vadillo y Argüelles, padre de Rina Vadillo Gutiérrez autora del artículo que comento, y Andrés Sáenz de Santamaría y García Rejón, Duque de Heredia, ambos emparentados con la familia de la esposa del General Cepeda Peraza, trataron de sacar los restos del Fundador del Instituto Literario cuando se derruía la Capilla del Señor San José. Localizaron la placa de mármol que indicaba el lugar donde habían estado los restos áridos de Cepeda Peraza, pero sólo encontraron las maderas de su caja mortuoria hechas polvo y confundidas con las varillas de metal que circundaban las orillas del féretro. Nada más. Por lo que se limitaron a recoger la lápida sepulcral de mármol para donarla al Museo del Estado.

ENTRE LA GLORIA Y EL OLVIDO

Este año, el 3 de marzo de 1994 se cumplieron 125 años de su muerte. Como cada año, las más altas autoridades le fueron a rendir homenaje a su estatua, ubicada en el monumento levantado a su memoria en la plazoleta situada frente al Gran Hotel, 60 por 59; lugar que oficialmente se llama "Parque Cepeda Peraza", aunque nadie lo conoce por este nombre sino con el nombre de "Parque Hidalgo". Los festejos de este año fueron muy discretos, no se publicó ningún artículo para recordarlo en los periódicos. Sólo una foto perdida en que se ve a las autoridades poniendo una corona fúnebre al pie de la estatua, la cual mira al norte desafiando los nuevos peligros que nos pueden venir de esas latitudes. Nadie mencionó, tal vez no lo sepan, lo injusto que fueron los hijos de Yucatán al no saber preservar el respeto debido a los restos mortales de este gran hombre. Nadie se acordó tampoco de su también heroica viuda, Pascuala Argüelles Medina de Cepeda, cuyo nombre, a mi parecer, debería llevar alguna escuela como homenaje a esta sufrida esposa, que pasó grandes penurias al no dejarle su marido más herencia que su acrisolada honradez. No hay que olvidar que detrás de un gran hombre, se encuentra siempre una gran mujer.
Ojalá que los yucatecos no nos olvidemos del ejemplo de este General, liberal y católico, que supo servir a su patria con heroísmo y abnegación, quien nos dejó el recuerdo de su memoria inmortalizado en una Escuela, semillero de la cultura y el saber, abuela de la Universidad Autónoma de Yucatán, y una Biblioteca, fuente inagotable de conocimiento, que hasta hoy perdura. Todo esto sin olvidar que tal vez nunca sabremos dónde quedaron los restos del General.

El general Manuel Cepeda Peraza

Pocos hombres en Yucatán merecen el homenaje que año con año se le tributa a don Manuel Cepeda Peraza. No obstante, a las nuevas generaciones de yucatecos no se les enseña sobre su vida. Sólo se sabe que fue general, que restauró la República en Yucatán y que “algo” tuvo que ver con la Universidad Autónoma de Yucatán (UADY), ya que el rector de la misma asiste a los actos cívicos en su honor. Muy pocos saben de la vida de miserias, sufrimientos y guerras por la que pasó este muy ilustre prócer. Nadie menciona que salvó la vida en noviembre de 1853 en tanto su compañero de armas, Sebastián Molas, era fusilado por levantarse en armas a favor de la República y en contra del despótico Antonio López de Santa Anna. Menos saben que, cuando sitiaba Mérida en los primeros días de junio de 1867, recibió la noticia de que habían bajado del vapor norteamericano “Virginia”, al mismísimo ex dictador Santa Anna con papeles comprometedores de incitar una conspiración. Cepeda Peraza tuvo en sus manos al “Quince uñas”, el mismo que años antes había ordenado su muerte. Como buen militar en el cumplimiento de su deber, mandó que lo fusilaran, pero el entonces joven Olegario Molina Solís le hizo ver el enorme problema que se suscitaría por fusilar al pasajero de un buque gringo. Cepeda reconsideró y procedió a mandar a Santa Anna a Veracruz, desde donde Juárez lo enviaría al destierro en las Bermudas.
Derrotado el imperio el 15 de junio de 1867, habiéndose rendido las tropas imperiales que tenían su cuartel en lo que hoy es el edificio central de la UADY, Cepeda respeta la vida del Comisario Imperial José Salazar Ilarregui, y la defiende a capa y espada pese a que el gobernante de Campeche Pablo García envía una fuerza militar a Sisal con el propósito de fusilar al militar imperialista. Hombre de guerra era Cepeda, pero eso no le impidió fundar el Instituto Literario de Yucatán, por ley del 18 de julio de 1867, nombrando a Olegario Molina Solís como su primer Director. Este Instituto fue el antecesor, o abuelo, de la actual Universidad.
Pero si me permiten mi opinión, la mayor gloria de Cepeda fue el tener que aplicar la ley y expedir, el 8 de octubre de 1867, una orden que recordaba la exclaustración forzosa de las religiosas del convento de madres Concepcionistas. La orden era de cruel dureza para la sociedad de esa época y la misma esposa del gobernador Cepeda Pereza, doña Pascuala Argüelles, movió cielo y tierra tratando de que no se le diera cumplimiento. Buenos tiempos eran aquellos en los que la consorte de un gobernante no lo podía doblegar en el cumplimiento de su deber, no como actualmente ocurre en que tal parece que se gobierna siguiendo los caprichos de la cónyuge. Las monjas fueron exclaustradas el 12 de octubre y el 28 del mismo mes Cepeda Peraza dispuso que se les asignara la cantidad de dos mil pesos a cada una de las religiosas. Cumplió su deber como gobernante, pero no las desamparó.
Y digo que esta fue su mayor gloria, porque muy pocos saben que don Manuel Cepeda Peraza era un católico practicante y hombre de fe a carta cabal. Tan es así, que cuando falleció a los 26 minutos del día 3 de marzo de 1869, recibió tres grandes homenajes. El primero en el Palacio de Gobierno, como gobernante y estadista; el segundo en el Instituto Literario, como promotor de la educación y la cultura; y el tercero en la Santa Iglesia Catedral, como católico devoto y ferviente. Los tres fueron muy concurridos.
Menos se sabe que sus restos fueron depositados en la capilla de la Iglesia Catedral que unía este templo con el Palacio Episcopal (hoy Ateneo Peninsular o MACAY), y que cuando el general Salvador Alvarado mandó destruir la capilla para crear el pasaje de la revolución, sus restos se perdieron irremediablemente en el polvo de la historia.
Sería muy bueno que en los homenajes que año con año el Gobierno del Estado y la UADY le rinden ante su estatua en el Parque Cepeda Pereza (mejor conocido como Hidalgo), se invitara al señor Arzobispo de Yucatán, Emilio Carlos Berlie Belauzarán, para conjuntar el postrer tributo a un hombre que supo ser excelente militar, gran estadista y caballeroso católico respetuoso de la ley aunque fuese a costa de su tranquilidad familiar y personal. Hombres como él rara vez se dan en nuestra historia. Mérida, Yucatán. eduardoruzhernandez@gmail.com

ENTUERTOS ENTRE PARIENTES

Acabo de terminar de leer la novela “Península, Península”, del escritor Hernán Lara Zavala, y en honor a la verdad debo decir que el autor es un excelente narrador, pero comete ciertos "pecados" y unos que otros “horrores” en sus descripciones de una península de donde surgieron sus ancestros, pero donde él no nació ni mamó de sus ubres culturales, históricas ni religiosas.
Ese aspecto hace que trate muchas cosas desde un punto de vista teórico, pero que le haga falta un cierto zumo yucateco necesario para impregnarse de la real esencia de la tierra del Mayab legendario.
La novela está ubicada en la península yucateca, en la primera mitad del siglo XIX, cuando se desató una guerra social cruenta que casi termina con todo el universo conocido por quienes la habitaban.
Lara Zavala toma como personaje principal a un novelista que hace una novela, en una especie de metáfora lúdica en donde corretea con la historia y la literatura y se da simpáticas licencias de narrador. Es así como surge José Turrisa, anagrama que utilizaba como seudónimo literario don Justo Sierra O´Reilly, personaje trascendental en nuestra historia literaria y periodística peninsular.
Pero la resurrección literaria que hace de don Justo Sierra O´Reilly, escritor, abogado, político, diplomático, diputado y periodista yucateco, a quien se le considera el primer gran novelista histórico mexicano, se viene a menos cuando lo va presentando como un José Turriza envuelto en una amplia gamas de pasiones humanas que, a mi pobre juicio, más podrían considerarse un menoscabo a sus virtudes que una ensalzamiento de las mismas. ¿Es un homenaje a su figura o un denuesto literario?
Nuevamente, como le sucedió en su primera novela, "Charras", (México : J. Mortíz , 1990), Lara Zavala demuestra cierto desconocimiento de la geografía yucateca. Escribe: “Pero los rasgos distintivos de la ciudad son el Convento de San Cristóbal, la iglesia de la tercera orden, jesuítica, ...”
Para empezar en San Cristóbal no existe ni existía ningún convento. En la Mérida de 1845, existían los restos del Convento de San Francisco, que quedaron encerrados en la Fortaleza de San Benito, la cual era el bastión militar principal de la ciudad y que permitía dominar Mérida. Esta fortaleza, situada encima de un enorme cerro donde Francisco de Montejo quiso hacer su castillo y que tuvo que ceder a los Franciscanos, fue destruida y después rebajada.
Y para terminar de aclarar: “la iglesia de la tercera orden, jesuítica...”, no lo era tal en esa época, ya que los jesuitas fueron expulsados de Yucatán la noche del 6 al 7 de junio de 1767, cumpliendo el decreto real de Carlos III, y no volvieron a establecerse en Mérida sino hasta diciembre de 1903. A la iglesia se le conoce con el nombre “de la Tercera Orden”, por la tercera orden franciscana, no por los jesuitas.
En su novela "Charras", Lara menciona acciones no posibles en la realidad, como quiebres en calles que no convergen en Mérida, y en "Península" dice textualmente: "Hacía semanas que las familias pudientes habían empezado a huir a La Habana y Nueva Orleáns; los de menos recursos habían optado por salir a lugares más accesibles y cercanos como Ciudad del Carmen, Villahermosa o Belice" (página 296). A decir verdad, las familias pudientes no sólo se fueron hasta La Habana, sino que llegaron hasta Puerto Rico; pero las menos pudientes no creo se hayan podido ir a Belice, dado que no era fácil darle toda la vuelta a la península, en manos de los mayas rebeldes. En aquellos tiempos no habían condiciones ni muy buenas relaciones con los ingleses que habitaban esa colonia que, dicho sea de paso, era un territorio invadido por los ingleses a México por la fuerza y cuyos "derechos" los reconoció Porfirio Díaz en 1883 a cambio de que los ingleses dejaran de venderles armas a los mayas rebeldes. Sólo así pudo el general Bravo tomar Chan Santa Cruz el 5 de mayo de 1901.
También denota una falta de ilación del narrador con el mundo que construye. En la página 308 habla de un cacique que se encuentra con el comerciante al que le dice: "Nos regalaste sal y café", hablando de un encuentro previo. Pero en dicho encuentro previo, página 112, no dice nada del café. Si, son detalles nimios, pero delatores de una falta de meticulosidad necesaria en la creación literaria.
Presenta también un descuadre de tiempos cuando, en la página 273 y 274, pone a José Turrisa escribiendo, el 22 de mayo de 1848, lo siguiente: "así lo prueba el año y medio de guerra que hemos padecido". Lo cierto es que la guerra de castas, guerra campesina o guerra social, comenzó con el levantamiento de Tepich el 30 de julio de 1847 ¿Cuál año y medio entonces habían transcurrido?
No obstante, lo peor, a mi juicio, es la descripción que hace Lara Zavala de un idilio en la primera mitad del siglo XIX entre una dama de la aristocracia meridana y uno de los próceres de la literatura en Yucatán, como lo fue don Justo Sierra O´Reilly, hombre a carta cabal que merecía más respeto del que el escritor le da. Me refiero a la página 282 en que gráficamente relata: "Él le coge la mano derecha, la oprime y la lleva hasta su bragueta, donde ella siente su sexo erecto. No retira la mano: sus dedos reconocen la fuerza de su virilidad y se siente inundada de deseo". Luego viene la relación sexual entre un hombre comprometido en matrimonio con Concepción Méndez, y una mujer que no sabe si aún es o no viuda y que es fruto de una sociedad sumamente cerrada y en la cual la virtud era muchas veces un tesoro más preciado que la vida.
En sí, la escena sería bien redactada en una novela que se desarrolle en otra época y en otra sociedad. Claro, la imaginación todo lo permite, pero conociendo el trabajo y la vida de don Justo Sierra O`Reilly, el hecho mismo de que él era hijo natural y la esmeradísima educación que recibió, dudo mucho que algo así pudiese ser contado de su vida. Considero que denota una falta de respeto al honor de tan ilustre hombre que tanto hizo por la Península, y por ende al honor de su hijo, Justo Sierra Méndez, a quien tanto debemos los universitarios mexicanos.
Es necesario aclarar que Sierra O´Reilly se casó en 1842 con Concepción Méndez Echazarreta, por lo que para los años en que se inicia la guerra y se desarrolla la novela, ya llevaba cinco años de casado.
Caso aparte es su bien estructurado relato del doctor irlandés Patrick O. Fitzpatrick, quien se ve implicado en los vaivenes de la revuelta de una forma inevitable y compleja, pues ejerciendo la medicina en Tekax, termina curando mayas sublevados en Valladolid en compañía del sacerdote Manuel Sierra O´Reilly, hermano del escritor Justo, a quien los mayas hicieron su rehén de honor al igual que a Fitzpatrick. La descripción de su carácter, sus alucinaciones palúdicas de un buitre y su entrañable relación con un perro negro, Pompeyo, son una aportación excelente a la trama y me hacen considerar que realmente este personaje es la proyección personal de Lara Zavala, y no José Turrisa como se podría pensar.
No obstante, la narración más interesante y detallista es la que realiza de Hopelchen, lugar de donde son sus ancestros paternos. A mi juicio fue la mejor parte de la novela. Lamentablemente la historia relatada a través del diario de la institutriz inglesa Miss Anne Marie Bell, quien trabaja en la casa del hacendado don Quintín Silvestre, termina muy a la carrera, como queriendo rematar del cansancio. No me parece válido que algo que se disertó con tanto detalle, termine luego comentado de una forma tan general. Lástima, la señorita Bell hubiera dado para más y esos pormenores y anécdotas fueron en verdad excelentes (le doy las gracias como lector).
Sobre el Obispo imaginario de Yucatán, Cozumel y Tabasco, Celestino Onésimo Arrigunaga, tendría mucho que comentar. Pobre Obispo José María Guerra, el verdadero Obispo Yucateco durante cuya administración episcopal aconteció la Guerra de Castas, porque le pinta un cuadro paralelo de un obispo caricaturizado hasta el extremo, con manías concupiscentes y de lo cual lo único genial que le saca, es el cómo resuelve al final el asunto del comerciante cojo.
Y por favor, no soy un purista del lenguaje pero le suplicaría a Lara Zavala que cuando juegue con palabras mayas, comprenda su esencia íntima. Porque en la página 247 menciona el término “jugando con sus pirixes”, y esa connotación en maya implica mucho más que lo mencionado en español. Pero bueno, para no caer en más, dejemos que cada quien considere el vocablo “pirix” como se lo enseñaron en su casa (como yucateco que soy, no me sonó como considero que el escritor pensó que sonaría al utilizarlo. Pero bueno, cada quien es dueño de su contexto).
Finalmente sus extensas explicaciones de las causas de la Guerra, están total y plenamente parcializadas para demostrar apabullantemente que la Iglesia, los hombres que la conforman, y en especial el Obispo Fray Diego de Landa, fueron los culpables del origen de esta terrible hecatombe social. Para empezar no menciona para nada la magna obra de Landa, “Relación de las Cosas de Yucatán”, y para terminar, parece ser que todos los conflictos, problemas y resquemores políticos del poder, entre Mérida y Campeche, quedan en el tintero ante los tremendos males de la iglesia.
La opresión de los indígenas mayas fue una labor conjunta. Desde que los españoles llegaron a Yucatán, se dieron cuenta que la única riqueza que había en esta tierra era su gente y su tierra calcárea y pedregosa. Por eso, todos los explotaron desde todas las formas posibles. Pero, los que cometieron el imperdonable error que inició la guerra, fueron los políticos que les dieron armas para que lucharan por sus causas irracionalmente egoístas. Bueno, aquí me podrían cuestionar si fue error o más bien justicia humana a la brava. Lo dejo a su criterio.
Sólo doy gracias que cuando los mayas sublevados tomaron Izamal, no asesinaron a mi tarabuelo, que estaba dormidito en su hamaca (era tan pequeño que no lo detectaron), ni mataron a mis ancestros que huyeron despavoridos de Tekax ante el ataque rebelde. Porque si así fuera, no estaría escribiendo esto. No defiendo ni a los unos, ni a los otros, ya que soy hijo de todos.
A mi juicio, faltó en la novela detalles más gráficos de las “barbaries” que se cometieron por ambos bandos. La forma cruel y sanguinaria con que los mayas arrasaban las poblaciones y la no menos cruel venta de mayas rebeldes como esclavos a Cuba, que Lara Zavala ni menciona.
Pero, en verdad, que cosa más absurda que dos pueblos compartiendo una tierra por más de 300 años y, ya emparentados entre si de una u otra forma, acaben matándose horrorosamente como si se trata de dos especies de animales distintas y excluyentes cuando ambas compartían el mismo hábitat. Lo cual me lleva a suponer lo poco humana que era dicha civilización.
Me da risa, como yucateco, tener que criticar a Lara Zavala, máxime porque soy nacido en Mérida y sus raíces son campechanas. Pero ni él es pro Méndez ni yo apoyaría a Barbachano. Esa eterna rivalidad entre yucatecos y campechanos es para mí una anécdota porque si hay quien me cae más bien que nadie, son los campechanos, pero me doy el empacho de criticarlos porque, sino lo hiciera, no sería yucateco. Para acallar este punto, mi tarabuela era campechana, así que todo queda en familia.
Ya para finalizar, quiero agradecer a Lara Zavala su novela la cual me hizo pensar, analizar y, sobre todo, revalorar mis raíces yucatecas. Con todo lo que escribí, debo reconocer y admirar su talento como narrador y ojala pudiera tener la oportunidad de comunicarme directamente con él para hacerle otro tipo de comentarios más personales (¿más? dirán algunos) que no creo adecuado seguir publicando ya que son cuestiones entre parientes culturales.
Como lector, muchas gracias. Como pariente cultural, luego hablamos.
eduardoruzhernandez@gmail.com

CEPEDA PERAZA: LOS RESTOS PERDIDOS

Año con año los tres poderes del estado de Yucatán y las más altas autoridades universitarias, se reúnen en el día de la muerte del general Manuel Cepeda Peraza, el 3 de marzo, para rendirle un homenaje a los pies de su estatua ubicada en el Parque Cepeda Peraza o Parque Hidalgo (calle 60 por 59 del centro histórico).
Se le rinde homenaje a una fría estatua que se eleva imponente en un pedestal, pero los despojos mortales, los retos áridos, el esqueleto de tan gran hombre, yacen perdidos en la sórdida negrura de la historia.
Ningún héroe es digno de mayor admiración en todo Yucatán que Cepeda Peraza. Yucateco de pura cepa, nació el 19 de enero de 1828 en una casa situada al poniente de la Iglesia de Santiago en Mérida. Fueron sus padres don Andrés Cepeda y doña Narcisa Peraza. Tuvo cinco hermanos: Andrés, José Apolinar, Eutemia, Pilar y María del Carmen. ¿En que radica la grandeza de este hombre? En que fue uno de los más grandes defensores de la libertad, restaurador de la República en Yucatán, el 15 de junio de 1867, creador del Instituto Literario del Estado, por decreto del 18 de julio de 1867, además de haber fundado en 1868 la Biblioteca que después llevaría su nombre (situada en el cruzamiento de las calles 62 y 55).
Ninguna virtud resalta tanto en él como la obediencia. Cepeda Peraza tuvo que llevar a la práctica las Leyes de Reforma decretadas por don Benito Juárez. Para tal efecto, el 8 de octubre de 1867 expidió una orden recordando que el 12 del mismo mes vencía el plazo que la ley del 26 de febrero de 1863 señalaba para la clausura del Convento de Madres Concepcionistas, determinando que el gobierno se hiciera cargo del edificio.
La sociedad yucateca puso el grito en el cielo, ya que la mayoría de las religiosas eran personas de edad, casi ancianas, y sacarlas de su Convento era como arrojarlas a la miseria. Quien encabezó el movimiento para evitarlo fue doña Pascuala Argüelles y Medina, esposa de Cepeda Peraza. Se había casado con ella el 21 de febrero de 1852 en Motul. Sólo tuvieron un hijo, Manuel, el cual falleció a los 4 años de edad a consecuencia de la tosferina. Se le escribió al Presidente Juárez invocando razones de humanidad, solicitando clemencia para que aquellas pobres mujeres no fueran echadas a la calle. Eran unas religiosas que no le hacían daño a nadie, ¿para qué quitarles su casa y la única forma en que sabían vivir?
Dramático debió ser para el General Cepeda tener que enfrentarse a su propia esposa, pero no por ello claudicó. Las órdenes son para cumplirse y el general se mantuvo firme, aunque no podemos dejar de mencionar que no fue indiferente al destino de las Monjas exclaustradas, ya que expidió una Orden por la que asignaba dos mil pesos a cada una de dichas religiosas, aunque la dote que hubiesen dado al Convento no hubiese ascendido a tal cantidad.
Esta acción le ganó numerosos enemigos, en especial entre los partidarios del imperio, además que muchas personas de fe lo condenaron. Recuerdo de niño hacer escuchado, de labios de una anciana tía abuela, un estribillo denigrarte contra él: “No cuajó la masa, Peraza, y comiéndola se queda, Cepeda”.
Hombre recto e inteligente, murió a los 41 años de edad el 3 de marzo de 1869; y aunque era Gobernador, justo es confesar que murió como termina todo hombre honrado: en la pobreza. La causa de su muerte fue una tuberculosis laríngea.
Primero le rindieron homenaje la casa mortuoria, marcada hoy con el número 505 de la calle 59, posteriormente en el Instituto Literario del Estado, que él había fundado, y más tarde en el Palacio de Gobierno, ya que murió siendo el Gobernador Constitucional. El viernes 5 de marzo, su cadáver fue trasladado a la Santa Iglesia Catedral para que en la Iglesia se le rindieran los últimos honores. Fue enterrado en el Cementerio General y en el lugar donde fue sepultado se levantó un monumento con la siguiente inscripción: "C. GENERAL MANUEL CEPEDA PERAZA. Falleció el 3 de marzo de 1869. Dedica esta memoria su esposa Pascuala Argüelles de Cepeda".
El 26 de abril de 1869 fue declarado "Benemérito del Estado", y su nombre se mandó inscribir con letras de oro en el salón de sesiones del Congreso del Estado, declarándose día de duelo el 3 de marzo de cada año. El 27 de mayo de 1870 el Gobierno del Estado concedió a su viuda la propiedad del sepulcro que guardaban los despojos mortales de su amado esposo, y el terreno que ocupaba en el Cementerio General de Mérida.
Cinco años después de haber sido enterrado el cadáver de Cepeda Peraza, comenzó a correr el rumor de que los adictos al Imperio pretendían sacarlo de su tumba para arrastrarlo por las calles de la ciudad. Ante tan alarmante rumor, doña Pascuala se entrevistó con el Coronel Manuel Fuentes, su compadre, para que éste gestionara que a escondidas fuera extraído el cadáver de su esposo para trasladarlo a otro lugar más seguro, a fin de evitar que se consumara cualquier atentado contra su memoria.
Extraído el cadáver, a escondidas y de noche, fue trasladado inmediatamente a la Capilla de San José, en la Santa Iglesia Catedral, donde se le dio nueva sepultura. Ahí, una lápida de mármol de 63.5 por 43 centímetros resguardó sus restos por muchos años.
Cuarenta y siete años después de su muerte, en 1916, el General sinaloense Salvador Alvarado mandó destruir la Capilla de San José para abrir el llamado "Pasaje de la Revolución" (entre la Catedral de Mérida y el Ateneo Peninsular, que antes era la sede del Obispado). En las excavaciones que se hicieron se encontraron numerosos huesos que fueron depositados en barriles para ser llevados a tirar, como si de basura se tratara, a las afueras de la ciudad.
Pero, ¿nadie impidió que los restos del Benemérito del Estado fueran tirados a la basura? Sí, los doctores Domingo Vadillo y Argüelles y Andrés Sáenz de Santamaría y García Rejón, Duque de Heredia, ambos emparentados con la familia de la esposa de Cepeda, trataron de sacar los restos del Fundador del Instituto Literario cuando se derruía la Capilla del Señor San José. Localizaron la placa de mármol que indicaba el lugar donde habían estado los restos áridos de Cepeda Peraza, pero sólo encontraron las maderas de su caja mortuoria hechas polvo y confundidas con las varillas de metal que circundaban las orillas del féretro. Nada más. Por lo que se limitaron a recoger la lápida sepulcral de mármol para donarla al Museo del Estado.
Este año se cumplen 140 años de su muerte y nadie se acuerda de su heroica viuda, cuyo nombre debería llevar alguna escuela como homenaje a esta mujer que pasó grandes penurias al no dejarle su marido más herencia que su acrisolada honradez. No hay que olvidar que detrás de un gran hombre, siempre hay una gran mujer. Los hijos de Yucatán no supimos preservar el respeto debido a los restos mortales de este gran hombre. Mérida, Yucatán. eduardoruzhernandez@gmail.com

DESEO DE REYES (2009)

Las acciones de nuestras vidas pueden llegar a tener consecuencias incalculables. No solamente sobre nuestras propias vidas, sino que también sobre las ajenas, especialmente sobre las personas que más amamos.
Ernesto e Isabel decidieron, de mutuo acuerdo y sin mayores complicaciones, ponerle fin a un matrimonio de más de 20 años. ¿Los motivos? Variados y complejos o tal vez simples y estúpidos. Ernesto era un hombre de pocas palabras que adoraba la vida hogareña. Era feliz con un buen libro y no tenía un solo ápice de ambición económica. Isabel era todo lo contrario. Hablaba hasta con las piedras y tenía una fuerte necesidad de superarse cada día para acrecentar sus logros financieros.
Entre tal disparidad vinieron al mundo tres hijos: Rosa, Joaquín y Valeria. Ellos ya no eran tan niños cuando el divorcio cayó como un cubetazo de agua fría en sus vidas. Y es que, aunque habían vivido problemas y pleitos, jamás se les cruzó por la cabeza que sus padres terminarían separados y tratándose como dos perfectos extraños. No obstante, no les quedó más remedio que aceptar la situación y tratar de no ahogarse en el naufragio emocional familiar.
Ernesto se fue a vivir a otra ciudad, situada a 8 horas de viaje del lugar donde vivían sus hijos. Tenía un trabajo sencillo y, por ende, ganaba un sueldo igual de escueto. Vivía en un humilde departamento que disponía apenas de lo indispensable para vivir. Sin embargo, a él no le importaba vivir sin lujos. La austeridad era parte de su vida diaria y parecía gozar la frugalidad, la soledad y el silencio.
Isabel, en cambio, había comprado una mansión para sus hijos. Era una casa muy grande donde cada hijo tenía su propio cuarto con baño y con todas las comodidades que la tecnología les podía dar: televisión, DVD, computadora, aire acondicionado... La mujer no escatimaba en gastos para darles lo mejor a sus hijos. Los tres asistían a la principal escuela de la ciudad y contaban con una encantadora cuidadora, Jennifer, una norteamericana que vivía con ellos y los cuidaba en todo: desde llevar e ir por ellos a la escuela, hasta ver que comieran e hicieran su tarea. Isabel tenía un buen trabajo como médico, era Directora del Centro de Terapia Intensiva de una excelente Clínica privada.
Con todo, lo menos que podía darles Isabel a sus hijos era “tiempo”, ya que ella siempre estaba ocupada y, por motivos laborales, muchas veces tenía que ausentarse hasta altas horas de la madrugada. Con Ernesto las cosas eran distintas. Él siempre estaba con sus hijos en los periodos vacacionales que Isabel se los mandaba. Era un acuerdo entre ambos que los hijos pasaran ciertos días de sus vacaciones con su padre. ¿Y qué pensaban los niños de dicho acuerdo? Que era maravilloso porque les permitía convivir con su padre, pese a las austeras condiciones en que él vivía.
Con su progenitor se dedicaban a recorrer parques, centros comerciales donde no hacían más que mirar las cosas que se vendían sin comprarlas, asistir a espectáculos gratuitos del Ayuntamiento o del Gobierno del Estado y, sobre todo, a escuchar los cuentos e historias que, con singular afecto, su padre les leía. Asimismo, Ernesto tenía un buen vecino, don Julio, quien era propietario de una mascota muy especial: un enorme perro que tenía en la enormidad de su cuerpo un reflejo de la grandeza de su mansedumbre, y al que los niños adoraban sacar a pasear con la anuencia de su dueño. Al perro lo llamaban “Saraguato”, y se lo decían con tanto encanto, que hasta don Julio terminó por llamarlo de dicha manera, olvidando el nombre original con que lo había bautizado al obtenerlo de un albergue de animales abandonados.
El “envío” de los niños con su padre, se hacía con simples negociaciones previas en que lo más importante era conocer el horario y el número de autobús en donde viajaban. Rosa, con sus 16 años, se hacía cargo de Joaquín, de 11, y de Valeria, de 7 años. Isabel los dejaba en la Terminal de Autobuses de Primera Clase, y Ernesto los esperaba a su llegaba. Todo sin mayores contratiempos ni problema alguno, máxime que los tres niños tenían sendos teléfonos celulares para comunicarse con su madre o su padre, según el horario de salida o llegada que el viaje requiriese.
Ese fin de año, Isabel les dejó a los niños a Ernesto por más tiempo. Necesitaba viajar a los Estados Unidos para un curso de actualización en tecnología médica, por lo que, previa consulta, le mandó a sus hijos desde el 19 de diciembre. Pasarían todas las vacaciones con su padre. Ernesto no era para nada un padre desobligado. Le depositaba a Isabel, en una cuenta de banco, el 40 por ciento de su sueldo. Ella sabía muy bien que el magro sueldo de su ex marido no era suficiente para sufragar el nivel de vida a que tenía acostumbrado a sus retoños, por lo que los mandó con suficiente dinero para satisfacer por si mismos sus caprichos.
Lo que Isabel no sabía, ni Ernesto entendía completamente, es que los niños utilizaban el dinero para comprar cosas que mejoraran el nivel de vida de su padre, además de que ellos lo aprovechaban al hacer más grata su estancia en la casa paterna. Así, ese fin de año, Ernesto estrenó una televisión de pantalla plana y un lector de Blue Ray, sin contar el horno de microondas y una nueva estufa eléctrica. Y cuando su padre quiso protestar por el gasto, los niños le dijeron que esos productos eran de “ellos” y que simplemente los querían dejar en su casa en tanto regresaban para utilizarlos.
Las vacaciones fueron simplemente fantásticas. Los niños se divirtieron como nunca, caminaron como locos y dejaron tan cansado a “Saraguato”, que su dueño no podía creerlo. Eso sin contar que le compraron un nuevo collar con su nombre, de un color morado muy coqueto.
La cena de Navidad fue toda una hazaña. Los niños prepararon espagueti, sandwichón y un pollo cocinado en salsa verde, invento de los libros de cocina con que contaba su padre. ¿Qué si estuvo rica la cena? Bueno, tal vez no tanto, pero todos estaban felices porque ellos mismos la hicieron. Eso es algo que no podían hacer en su casa, donde su mamá les tenía prohibido utilizar la estufa por miedo a un accidente por falta de supervisión. Con Ernesto era distinto, se hacía bolas, medio se enfadaba, pero disfrutaba mucho viendo que sus hijos aprendieran a cocinar aunque las cosas no salieran ni tan buenas ni tan ricas como deberían. El chiste era hacerlas juntos. Así que esa cena de Navidad fue inolvidable para todos.
El año nuevo llegó, y aunque Joaquín insistió en comprar un arsenal de bombitas, petardos, chifladores y demás artefactos confeccionados con pólvora, Ernesto se negó rotundamente. No y mil veces no. Joaquín, enojado, le dijo que era igual que su madre. Su padre sonrío: “Si, tienes razón. En eso somos iguales. No estamos de acuerdo en reventarle los tímpanos al prójimo y menos en poner en riesgo la vida de nuestro hijo por sus deseos ociosos de jugar con fuego”. Para rematar, sus hermanas le dijeron que los sonidos fuertes lastimaban los oídos de los animales, especialmente de los perros. Saraguato no la iba a pasar bien.
Por lo tanto, optaron por subirse a la azotea del edificio de departamentos para ver, desde lejos, los fuegos pirotécnicos que el Ayuntamiento preparó para recibir el año nuevo. Las luces de colores que iluminaban el cielo llenaron de alegría los rostros infantiles en tanto en las calles de la ciudad estallaban infinidad de petardos, bombitas, barre pies, etc. Joaquín tuvo que aceptar que fue mejor lo que hicieron, máxime que su papá les contó historias sobre las diferentes estrellas luego que terminó el espectáculo.

El 6 de enero llegó y una mezcla de alegría y tristeza invadió a los hijos de Ernesto e Isabel. Era el último día que pasaban con su padre, ya que al día siguiente, a las 8 de la mañana, saldrían en autobús para reencontrase con su madre que ya los había llamado varias veces para saber cómo estaban. Ernesto decidió llevarlos a comprar una Rosca de Reyes, como última actividad de ese día.
Cerca de su departamento había un supermercado que tenía fama de vender roscas deliciosas. Los cuatro fueron caminando y, cuando ya casi entraban, Valeria observó que una viejecita vendía roscas en la calle. Algo en ella le encogió el corazón a la niña. “Papá, ¿por qué no le compramos la rosca a la señora?”. Rosa, solidaria, comprendió los deseos de su hermanita y se sumó al reclamo: “Si papá. Debe estar rica, ya que ella misma las debió elaborar en su casa”.
Ernesto se detuvo y contempló las roscas. No tenían una presentación tan adornada como las que vendían en la tienda, pero tampoco se veían mal. La señora, aunque humilde, se veía limpia y decorosamente vestida. Se encaminó hacia ella pero Joaquín lo detuvo. “Papá ¿no irás a comprarle la rosca a esa señora? No sabes cómo la preparó.” Y remató para denotar que sus consideraciones no sólo eran de higiene: “La del supermercado está mejor”.
Su papá lo miró detenidamente. Bien sabía que no era bueno darles tantas cosas materiales a los niños, ya que esto los volvía materialistas e incapaces de entender el entorno ajeno. Las hermanas insistieron. La viejita les había sonreído y ambas se acercaron a ver sus productos. Ernesto decidió hacer caso omiso de Joaquín y, pese a su rabieta hablada, se acerco a la anciana para preguntarle por el costo del pan de reyes.
Los precios eran, en verdad, muy accesibles, tres veces más baratos que en el comercio establecido. Sin embargo, nadie se acercaba a comprarle a la pobre vieja. Para muchos, la apariencia es lo más importante. Ernesto compró la rosca más grande que tenía la señora y se fue cargándola muy alegre con sus dos hijas y su bilioso varón. Con todo, tenía sus dudas respecto al sabor del tradicional pan, pero se prometió a sí mismo no decir nada cuando lo comieran. La caridad tiene mejor sabor que cualquier pan.
Las niñas prepararon la mesa y Ernesto elaboró el chocolate en su licuadora. Eran unas deliciosas tabletas de chocolate de mesa que le había regalado don Julio, muy agradecido por todas las atenciones que tenían para su adorable mascota. Joaquín seguía mascullando su enojo por no haberse salido con el gusto de comprar una mega rosca comercial. Rosa lo cayó y los cuatro se sentaron. Fue entonces cuando Ernesto habló: “Me gustaría que cada uno pidiera un deseo y, si le sale el muñequito de la rosca, trataré en lo posible de concedérselo”
Joaquín no lo pensó dos veces y demandó enseguida: “Yo quiero un Estación de Juego 463”. Sus hermanas se le quedaron viendo enojadas. “Sabes muy bien que mamá no te la ha querido comprar porque has estado saliendo muy mal en la escuela”. Valeria movió la cabeza confirmando la información que Rosa acababa de proporcionarle a su padre ante el enojo de su hermano. “Es válido lo que pide” –dijo Ernesto-“pero eso significará que no podré verte en las dos siguientes vacaciones, ya que tendría que estar pagando tu video juego”. Joaquín hizo un puchero horroroso con la boca y se quedó callado. Él quería ese aparato.
“¿Y tú qué quieres mi amor?”-preguntó Ernesto a Rosa. Ella sonrío. “Papi, yo quiero que pasemos juntos las siguientes vacaciones. Me encanta estar contigo”. Su padre también sonrío. “¿Y tú que deseas Valeria?” La niña se quedó pensativa. No sabía qué decir. Su carita denotaba preocupación. “No importa” –la tranquilizó su padre- “me lo dirás cuando encuentres el muñeco en el pan”.
Ernesto puso el cuchillo sobre la rosca y, antes de que pudiera decir algo, Joaquín lo tomó y cortó un pedazo. Recibió doble castigo: su padre le llamó la atención por su falta de cortesía para con sus hermanas, y el pan estaba completamente vacío de muñeco. Valeria cortó un pedazo y tampoco encontró muñeco alguno. A Rosa le pasó lo mismo al igual que a su padre. Llevaban un tercio de la Rosca de Reyes y no había encontrado nada. Joaquín enseguida comenzó a despotricar. “Te dije papá que esa señora no vendía cosas buenas. De seguro que no tiene ningún muñeco. Es un fraude”. Sus reclamos no encontraron eco debido a que sus hermanas ya estaban saboreando el pan al igual que don Ernesto. Joaquín, furioso, comió su pan y se quedó mudo. Era lo más sabroso que había comido en su corta vida. Los cuatro paladearon con singular deleite tan deliciosa rosca.
Todos quisieron repetir y, a excepción de Joaquín, ya nadie buscaba al muñequito. Nuevamente todos cortaron un buen pedazo y nuevamente nadie encontró nada. Joaquín de sentía deliciosamente frustrado. “Papá, creo que en verdad esta rosca no trae muñecos”. Ernesto lo miró sin ánimos de discutir. Quedaba un buen pedazo pero era totalmente improbable que ahí se encontraran los tres muñecos que tradicionalmente se suelen poner en las roscas. Iba a decir algo cuando Valeria se le adelantó: “Papito, ¿podemos llevarle ese pedazo que sobra a mamá? Está tan rica que me encantaría que lo probara”
Su padre estuvo de acuerdo y, pese a los reclamos de Joaquín, envolvió el pan en una servilleta de papel, lo cubrió con papel aluminio y lo metió dentro de una bolsa de plástico hermética para luego entregárselo a Valeria. La niña, feliz, lo guardó en su bultito azul en donde llevaba sus tiliches femeninos. Rosa lavó los platos y los cuatro, luego de lavarse los dientes y cambiarse la ropa, se acostaron a tratar de encontrar el sueño en tanto Ernesto les contaba una vieja historia sobre un perro que se había comido el muñequito de una Rosca de Reyes en el festejo de su colonia.
Al día siguiente, Ernesto llevó a los niños a la Terminal y, después de abrazarlos muy fuerte, los vio subirse al autobús en tanto agitaban su mano en señal de despedida. No sé fue del lugar hasta que el vehiculo no desapareció de su vista. Lentamente, arrastrando su alma, se encaminó a su casa a disfrutar su último día de vacaciones.

Estaba sentado leyendo un libro cuando sonó su celular. Contestó extrañado. Era Rosa. Se escuchaba asustada. Algo había sucedido con el autobús. Hablaba muy rápido y casi no le entendía. Para acabar de amolar, la batería de su celular estaba fallando. Trató de tranquilizarla, pero sólo pudo escuchar que ella le suplicaba que fuera pronto a verlos antes que su teléfono se apagara. Nervioso corrió a vestirse. No sabía ni qué hacer. Llamó a la Línea de Autobuses de Primera Clase, pero no supieron darle informes de nada. Para ellos, no existía ningún problema. Desesperado, fue a ver a su vecino que, además de ser dueño de Saraguato, era poseedor de una magnífica camioneta todoterreno.
Estaba explicándole a su vecino la inesperada llamada de su hija, cuando el programa televisivo que veía don Julio hizo un corte y mostró una toma desde un helicóptero de noticias. Era la escena de un puente roto en medio de un caudaloso río. La entrada y salida del puente estaban rotas y varios autos, entre ellos un autobús, se encontraban atrapados en el pedazo que, como una isla, resistía la acometida de las poderosas aguas del río. El corazón se le detuvo en el pecho a Ernesto. Un acercamiento de la cámara permitió ver el autobús y a los numerosos pasajeros que habían descendido del vehículo y movían las manos pidiendo ayuda. No había la menor duda, Rosa, Joaquín y Valeria estaban entre ellos.

La situación no estaba como para sentarse a pensar. Felipe Gaytán, chofer de la Línea de Autobuses “Pegaso”, de Primera Clase, clavo los frenos con serena calma. Desde su perspectiva, pudo ver como la fila de automóviles de adelante caía al río al colapsarse la parte del puente que los unía a tierra. Un rápido vistazo a sus retrovisores le indicó que también la entrada el puente había desaparecido bajo el empuje de las embravecidas aguas. Un golpe seco se escuchó. El auto de atrás no había guardado su distancia y se estampó contra la parte trasera del vehículo. El autobús se hizo hacia adelante, empujado por un sinnúmero de golpeteos. Los automovilistas habían acelerado en su desesperación por no caer entre los pedazos del puente roto.
Luego de las sacudidas producto de los choques múltiples, se hizo un espantoso silencio en tanto los pasajeros se daban cuenta de la peligrosa situación en la que se encontraban. Felipe rápidamente aplicó el freno hidráulico de pie que bloqueaba las diez ruedas del camión y abrió la puerta del mismo conminando a los pasajeros a bajar. Si el puente no resistía, era muy probable que perecieran ahogados si se quedaban adentro. Sus largos años de experiencia se lo indicaban. Había que desalojarlo rápidamente. Su voz no dejó opción a réplica: ¡¡¡Bájense!!!
La gente obedeció, entre confusa y aterrada. El pedazo de puente estaba atestado de vehículos y de gente que salía de los mismos Felipe comprendió que el puente no resistiría con tanto peso. Rosa llamó desesperada a su padre y después a su madre, en tanto no le soltaba la mano a Valeria. Joaquín miraba todo como si fuera la escena de un videojuego. Se sentía más asombrado que asustado. Algunas mujeres comenzaron a llorar al comprender que el puente podría no resistir la furia de la corriente. Un helicóptero de noticias sobrevoló el área. La prensa fue la primera en llegar al sitio de la tragedia.
El chofer del autobús tomó el liderazgo. Los pasajeros y los demás conductores de los autos lo escucharon. Había que aligerar la carga del puente, ya que sino lo hacían, el peso podría favorecer su rompimiento. Los conductores lo miraron sin entender. “Hay que ir tirando los autos al río”-dijo en lenguaje simple y claro. Varios automovilistas se negaron a la idea, en especial el dueño de una hermosa camioneta todoterreno nuevecita. “Estás idiota”-le espetó el sujeto- “No pienso tirar millón y medio de pesos al río por tu pendeja teoría”. La gente miró a Felipe, a quien su uniforme impecable daba un cierto aire de autoridad y respetabilidad. “Mire amigo: aquí no se trata de lo que usted quiere, sino de lo mejor para todos”-y añadió para hacerlo entrar en razón-“De todas formas su camioneta terminará en al agua. La única diferencia es que, si usted la tira, vivirá. Y, si no lo hace, la acompañara como cadáver”.
La gente estuvo de acuerdo en el discurso de Gaytán. Lo más valioso era la vida, no los objetos materiales. Otro conductor le dijo al impertinente egoísta: “De todas formas, el seguro se la pagará como pérdida total, pero usted no podrá cobrarlo si se muere”. Eso lo acabó de convencer y su camioneta fue la primera en ser empujada a las turbulentas aguas.

El teniente Jesús De Alba miraba desde la orilla las acciones de las personas atrapadas en el puente. Estaban echando una camioneta al río. La idea era buena: tirarlos al río podía ayudar sino había desequilibrio al hacerlo. Entre menor peso en la estructura, es mas probable que resista. Un hombre se acercó a él. Los soldados no habían podido impedir su marcha. “Mis hijos están ahí”-dijo desesperado. El militar trató de calmarlo, pero aquel hombre insistía en sus requiebros. Estaba a punto de indicarles a sus subordinados que lo retiraran de su presencia, cuando una idea se le vino a la cabeza. Ese hombre le podía ser de mucha utilidad.
-Mire, el Capitán Fernando Ávila está en la otra orilla tratando de organizar una manera de sacarlos de ahí. No podemos utilizar helicópteros porque pondríamos en peligro la estabilidad del puente.
-¿Y cómo entonces los van a rescatar?-preguntó desesperado el padre.
-Necesitamos una vía entre el puente y la otra orilla que está próxima...
Una llamada del radiotransmisor lo interrumpió en sus divagaciones. Era el Capitán Ávila: “Teniente, si siguen tirando los autos al mismo tiempo el puente puede desequilibrarse, dando un efecto de chicotazo al perder tanto peso y terminará cayendo”
De Alba miró al angustiado padre. “¿Alguno de sus hijos tiene un teléfono celular?”

El teléfono de Rosa sonó. Ella contestó aturdida. Era un militar que le ordenada darle la bocina a la persona que estaba a cargo. Rosa corrió y le dio el teléfono al chofer Gaytán, que estaba coordinando la caída de un nuevo auto al río. Ávila no se fue con rodeos. Le explicó en pocas palabras cuál debía de ser su estrategia para despejar el puente y luego le dijo: “Tan pronto elimine todos los vehículos, ponga el autobús atravesado entre los dos carriles, en la parte de en medio, dando su costado hacia la orilla más cercana, donde están los camiones del ejército y la grúa. Después desínflele las llantas y haga que la gente se tire al piso”
Felipe tenía madera de líder. En seguida agrupó a la gente para terminar de echar los autos al río siguiendo las indicaciones del militar. Posteriormente, movió el autobús como le habían ordenado y, ayudado por los malogrados conductores, desinfló todas las llantas. Todos se echaron al suelo y los militares comenzaron a disparar algo semejante a un cañón. No fue sino hasta el tercer disparo, que la gente comprendió que el autobús había sido arponeado. Los hombres se levantaron rápidamente y verificaron que el arpón estuviera sólidamente clavado. Una delgada pero resiste cuerda de acero colgaba entre el autobús, ubicado en el puente roto, y una enorme grúa del Ejército que tenía empotradas sus garras en la tierra. Se había abierto la vía de escape.

Aunque el Capitán Ávila sabía que cualquier subordinado lo hubiera hecho sin chistar, no se lo pidió a nadie. Él mismo lo haría. Un arnés con poleas fue armado para correr por el cable y pronto Fernando probó su efectividad. Jamás les pedía a sus hombres algo que él no hubiera hecho primero. Tal vez por eso sus hombres lo respetaban a rabiar. En unos momentos llegó a donde estaban los damnificados del puente, como malamente los estaban llamando los escandalosos medios de comunicación.
Rápidamente reconoció a Felipe y, aunque no era muy efusivo, no pudo evitar darle un apretón de manos de todo corazón. Aquel hombre era alguien digno de cualquier mando. Dos minutos después, luego de comprobar la firmeza y estabilidad del enlace, llegaron paquetes de chalecos salvavidas. Fernando ordenó a todo el mundo ponérselos y personalmente verificó que los niños, las mujeres y los ancianos se lo pudieran adecuadamente.
Fue entonces que comenzó el éxodo de personas hacia tierra firme. Se emprendió primero con las mujeres embarazadas, luego llegó el turno a los niños. Joaquín fue mandado sin mayores problemas. Para él, todo eso era algo excitante y divertido. Gozó deslizarse por el cable hacia la grúa que realizaba maniobras para permitir la inclinación adecuada para la evasión. El problema se presentó cuando quisieron mandar a Valeria. La niña se negó a dejarse amarrar al arnés. Estaba paralizada de terror ante la idea de ser lanzada, colgada a un cablecito, a las enfurecidas aguas del río. Tenía pánico. Fernando y Felipe acordaron amarrar al arnés a Rosa para que ella abrazara a Valeria. No había de otra y el peso de ambas no sobrepasaba el normal de un adulto. Rosa quedó sujeta al arnés y abrazó con todas sus fuerzas a Valeria, quien abrazaba su bultito azul. El Capitán las empujó para que se deslizaran y vio como se fueron alejando rápidamente del puente roto.

El corazón de Ernesto cabalgaba dentro de su pecho. A través de los binoculares, que amablemente le había prestado el Teniente Jesús, seguía la evacuación de los atrapados en el puente. Con alivió siguió el deslizamiento de Joaquín, que más parecía estar en un parque de diversiones que en peligro inminente de muerte. Luego contempló, deteniendo el aliento, como Rosa y Valeria eran lanzadas al vacío en el arnés salvador. Todo marchaba a la perfección hasta que vio caer algo azul y, horrorizado, contempló impotente como detrás Valeria caí al río. No vio más, ni el llanto de angustia de Rosa, ni los gritos de desesperación de todos los que contemplaban la escena. Sin pensarlo dos veces, se agarró a un tronco y se tiró al río detrás de Valeria. Los soldados no pudieron hacer nada para impedirlo.
Don Julio corrió hasta donde el teniente De Alba contemplaba paralizado la escena. “¿Qué espera? –le recriminó espantado- Eche una balsa al río para ir detrás de ellos”. El militar lo miró tratando de conservar la calma. “Sería enviar a mis hombres a la muerte”. Y sin esperar a recibir otra recriminación añadió: “Tengo soldados peinando las orillas del río de aquí hasta su desembocadura en el mar. Ellos los encontrarán”. Don Julio no contestó, las lágrimas le cubrían el rostro y su boca se torció en un gesto de enorme dolor.
En tanto, Gaytán y el Capitán Ávila prosiguieron con el rescate. No había tiempo para condolerse ni para sentarse a llorar. Había que salvar al mayor número de personas, o morir en el intento. Ese es el mayor riesgo de la vida, la muerte, y ellos estaban más que dispuestos a pagarlo.

Rosa no había dejado de llorar desde que llegó, sana y salva pero sin su hermana, hasta la otra orilla. Se encontraba muy alterada, por lo que una enfermera del Ejército la había llevado aparte para intentar tranquilizarla. Sé sentía terriblemente culpable de lo que había sucedido. ¿Por qué no había podido sujetarla bien? ¿Cómo permitió que se soltara? ¡Ay Dios! Y todo por el bultito azul que su hermanita había perdido y que quiso recuperar sin darse cuenta del enorme riesgo que eso implicaba.
No sabía cuanto tiempo había pasado cuando su madre llegó y la abrazó emocionada. Rosa, entre lágrimas, se culpó de la tragedia. Isabel le dijo: “Fue un accidente mi amor. Valeria es una niña y no midió la consecuencia de sus actos”. Rosa quiso insistir en su culpabilidad, pero su mamá no se lo permitió. “Lo importante es que tú estás bien al igual que Joaquín”. Rosa gimió de dolor. No le importaba la vida si Valeria ya no estaba con ellos. En un hecho insólito, el mismo Joaquín se acercó a consolarla. “Fue un accidente hermana. Valeria siempre ha sido muy impulsiva. No lo pudiste evitar”. E Isabel con dulce voz remató: “Así es, mi amor, nadie lo hubiera podido evitar... Son cosas que pasan”

A Ernesto le dolía la garganta. Llevaba horas gritando el nombre de Valeria en medio de caudal del río. La corriente la había arrastrado con mayor rapidez debido a su poco peso. Él se encontraba exhausto. El sol ya se había ocultado en el horizonte y las estrellas brillaban con todo su fulgor en medio de la noche. La fuerza de la corriente se había hecho poco a poco más débil, hasta que llegó a una especie de lago. Sólo había agua a su alrededor por lo que, sacando fuerzas de flaqueza, pataleó sujetado al tronco del árbol par acercarse a la orilla, o al menos a donde él suponía que estaba. Llevaba un buen rato haciéndolo cuando se percató que sus pies tocaban el fondo. Prácticamente arrastrándose, salió del río y se dejó caer en la tierra. Se sentía molido físicamente y casi muerto espiritualmente. La imagen de Valeria cayendo la tenía clavada en sus pupilas. Su hija estaba muerta, ahogada en alguna parte del enorme río y él había sido incapaz de salvarla.
Un llanto profundo y voraz subió por su vientre y estalló en su rostro. Las lágrimas le corrían a caudales en tanto gemía del profundo dolor que sentía. “¡Valeria! ¡Valeria! ¡Valeria!”-gritaba una y otra vez entre sollozos. Lo había perdido todo, la había perdido a ella, a su niña, a su beba, a su adoración, al capricho de su corazón...
Ante tanto dolor y cansancio, su cuerpo se desconectó y perdió la conciencia. El infierno no podría tener mayores tormentos que los que Ernesto sufría. Un hijo no debería morir nunca antes que sus padres.

-¿Papi? ¿Papito? –un vocecita lo llamaba desde muy lejos.
Ernesto abrió los ojos y creyó descubrir entre las sombras el rostro adorable de su hija Valeria. Debía estar delirando.
-¿Papi? ¿Papito? – la vocecita insistía.
Unas manitas le tocaron su rostro. Ernesto abrió los ojos asustado dispuesto a desvanecer la alucinación. Agarró la manita a sabiendas que no estaba ahí. Pero no. Si había una manita y la vocecita lo seguía llamando con insistencia.
-¡Papi! ¡Papito!
Unos bracitos lo rodearon y una tierna boquita le llenó de besos el rostro. Fue entonces que Ernesto se dio cuenta que no deliraba, ni alucinaba, ni soñaba. Era Valeria la que estaba a su lado.

Tenían frío. Ernesto le quitó a Valeria el chaleco salvavidas y la abrazó. La niña estaba fría. El también estaba mojado. La luz de la luna le permitió darse cuenta que muy cerca de ellos habían unas matas de plátanos. Haciendo un gran esfuerzo, se levantó y cortó varias de las enormes hojas para utilizarlas como sábanas para cubrirse. Junto también ramitas y hojas variadas para hacer una especie de cuna, luego se metió con Valeria y la abrazó. La niña entró poco a poco en calor.
- ¿Papi?
-Si mi amor.
-Tengo hambre.
Ernesto miró a su alrededor y no encontró nada que pudiera comerse. No había, ni siquiera, un sólo racimo de plátanos. Fue entonces que se percató de que su hija tenía su bultito azul enrollado en la cintura. Lo abrió con cuidado y encontró el pedazo de rosca que le había empacada. Cuando Valeria se dio cuenta de que su padre tomaba el pedazo de pan le detuvo la mano.
-No papi, ese pedazo es de mamá.
Su padre sonrío. El corazón de su hija era muy grande.
-Lo sé mi amor, pero no creo que mamá se moleste si tú te comes el pan.
La niña meditó cuidadosamente las palabras de su padre.
-Bueno, pero si sale el muñequito el deseo es de mamá ¿sale?
-Por supuesto mi amor. Claro que es de ella.
Y así, con sumo cuidado, Ernesto le fue dando los pedacitos de la rosca a su hija, quien los devoró con ansia.

-Mira papi. Aquí tengo el muñequito en mi boca.- sonrío la niña-Joaquín se equivocó. La rosca si traía muñeco.
Ernesto sonrío con el corazón lleno de gozo.
-Papi, es la Rosca de Reyes más rica que he comido en mi vida.
Su padre estuvo de acuerdo.

El día comenzaba a clarear cuando Ernesto vio pasar una lancha de la marina que rondaba en busca de cadáveres o de sobrevivientes. Se levantó y comenzó a agitar las manos y a gritar. Los marinos lo detectaron y enfilaron hacia la orilla.
Horas después, Valeria y Ernesto, envueltos en cobijas, se encontraron con Rosa, Isabel y Joaquín. Todos lloraron de alegría al encontrarse nuevamente juntos, excepto Joaquín, quien guardó un ausente mutismo para evitar evidenciar sus sentimientos.
-Mami, mami, me comí tu pedazo de rosca ¿me perdonas?
Isabel se limpió las lágrimas y contestó sonriendo.
-Por supuesto mi amor.
-Pero te traje el muñequito que te sacaste. Papá nos dijo que nos concedería un deseo al que encontrara el muñequito en la Rosca y, como es tu pedazo, tienes derecho a pedir un deseo.
Ambos padres quedaron maravillados de que su hija Valeria, en medio de la magnitud de la tragedia que acababa de vivir, únicamente pensara en complacer a su madre.
-Valeria ya pedí mi deseo.
La niña miró con curiosidad a su madre.
-¿Y papá te lo va a conceder?
Con una enorme sonrisa Isabel le dijo:
-Ya me lo concedió mi amor. Ya estás tú aquí entre mis brazos.
Valeria aprendió ese día que los deseos de Reyes si se cumplen y, pese a la renuencia de Joaquín, todos se abrazaron.